Page 135 - Extraña simiente
P. 135

acontecer  al  día  siguiente.  Hoy,  por  fin,  ese  temor  se  había  desvanecido.

               Volvía a sentirse guapa otra vez y se complacía en ello. Guapa y todo lo que
               esa palabra mundana implicaba. ¡Al diablo las premoniciones, la clarividencia
               y  la  intuición!  No  querían  decir  nada,  ni  antes  ni  ahora.  Felizmente  nada.
               Prueba de ello eran estas dos semanas de quietud.



                                                          * * *



                    Pasó  el  peine  lentamente  por  sus  cabellos,  topándose  con  innumerables
               nudos. Se siguió peinando firmemente, deshaciéndolos, haciendo muecas de

               vez en cuando, al sentir el leve dolor que producían los tirones. En estas dos
               semanas,  se  había  olvidado  incluso  de  estas  amenidades  personales.  No
               enteramente, porque Paul, ¡maldito Paul!… ¡Bendito Paul!, había estado ahí

               para recordárselas.
                    —No. Nada. Ni rastro de ellos, Rae —y, tras una pausa, añadía—: Tienes
               un  aspecto  espantoso.  ¿No  puedes  hacer  nada?  ¿No  puedes  arreglarte  un
               poco… el pelo…, las uñas…, etcétera…?
                    Paul  era  un  castillo  de  fortaleza  apenas  afectado  por  todo  lo  que  había

               pasado, por lo que no había pasado y por lo que podría haber pasado. Él era,
               definitivamente, el más fuerte de los dos, por lo menos últimamente.
                    Porque,  mirando  hacia  atrás,  era  obvio  que  gran  parte  de  la  fuerza  que

               Paul  mostraba  era  falsa;  era  una  exhibición,  una  comedia  que  representaba
               para darle ánimos.
                    Rachel recordó la primera noche. Estuvo sentada durante horas en la silla
               de mimbre, en silencio, con un libro a sus pies —ya que había desistido de
               leerlo casi inmediatamente—, repitiendo, cada quince minutos más o menos,

               la misma pregunta. Paul le daba respuestas insatisfactorias, que no le decían
               nada.
                    —¿Por qué, Paul?

                    Él contestaba, siempre bondadoso y sonriente, a su eterna pregunta, desde
               su silla forrada, desde la ventana que daba a los campos, desde el fogón donde
               preparaba  café  para  los  dos,  o  mientras  paseaba  por  el  cuarto  de  estar
               (despacio,  deliberadamente,  como  si  estuviera  meditando,  sin  rastro  de
               ansiedad ni de recelo).

                    —¿Por qué? Porque estamos huyendo de fantasmas, ¿no es así? Estamos
               dejando  que  unos  fantasmas  nos  aparten  de  lo  que  los  dos  hemos  deseado
               durante tanto tiempo. De lo que podría ser muy bueno para ambos.

                    ¿Por qué?



                                                      Página 135
   130   131   132   133   134   135   136   137   138   139   140