Page 144 - Extraña simiente
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«Atractivo», ¡por Dios! Lo que estaba construyendo —iba por la quinta

               pirámide  y  quedaba  madera  suficiente  para  edificar  dos  más—,  era  tan
               atractivo  como  una  fortaleza  o  como  una  colmena  (claro,  las  pirámides
               siempre le habían recordado a las colmenas; son las colmenas que construyen
               los hombres).



                                                          * * *



                    Paul trabajaba lenta y metódicamente, dejando que el hacha hiciera toda la
               faena. Así se lo había enseñado su padre, recordó. «El árbol espera», le decía.

               Con un solo día de prácticas ya lo hacía perfectamente; «Despacio y suelto,
               hijo. Despacio y suelto».
                    Abatir un árbol es casi como hacer el amor. El primer tajo del hacha es el

               acercamiento, el tanteo del terreno. El segundo y tercer tajo eran como llevar
               adelante lo emprendido. Luego, a la mitad…
                    Paul dejó que la metáfora se disipara. Era de muy mal gusto comparar la
               vida y la muerte de esta manera. Lo único que tienen en común es que ambas
               han de ser tratadas con el mismo respeto; tienen un poder similar y dependen

               la una de la otra. Este árbol tenía que morir para que él y Rachel pudieran
               estar cómodos (pudieran protegerse del invierno asesino). Era un abedul. Uno
               entre  docenas  de  abedules  que  poblaban  el  bosquecillo  de  unos  cuatro  mil

               metros cuadrados que había al norte del gran bosque; se percató de que aquel
               se extendía fuera de su territorio, pero no le dio importancia. El bosquecillo
               era muy antiguo; antes de un año, las plagas o los insectos lo arrasarían. O el
               clima.  Más  valía  emplearlo  en  algo  útil.  Más  valía  reservarlo  para  que  les
               calentase. A él y a Rachel.

                    Porque  eso  era  lo  único  que  importaba  ahora,  ¿verdad?  Sobrevivir  al
               invierno. No dejar penetrar el aire frío en la casa. Conservar dentro el aire
               caliente.  Guardar  alimentos  en  las  despensas  y  carne  en  el  congelador.

               Quererse mucho y salir vivos de la primera tormenta que no tardaría mucho
               en llegar —el aire ya estaba cargado— y esperar que la primavera no tardara
               mucho en llegar y saber que eso no ocurriría porque nunca sucedía, por lo
               menos aquí.
                    El  árbol  crujió.  Tendría  unos  quince  centímetros  de  diámetro  y  Paul

               llevaba ya un rato dándole. Se apartó, anticipando el ángulo de su caída. Se
               oyó otro crujido, esta vez más fuerte, más húmedo. El árbol se inclinó hacia
               atrás  casi  imperceptiblemente  y  luego  hacia  adelante,  ligeramente  a  la

               izquierda. Después cayó. Suavemente. Sin dramatismo.



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