Page 115 - Lo Inevitable del Amor
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las emisoras en las que ponen música y, supongo que como todo el mundo, las
      tengo ordenadas en la memoria del uno al seis. Con el mando del volante zapeo
      de una a otra en busca de alguna canción que me guste. Hay veces que suenan a
      la vez dos que me gustaría escuchar y siento que me estoy perdiendo algo; otras,
      en cambio, paso una y otra vez del uno al seis y del seis a uno sin encontrar nada.
      Eso me pone nerviosísima. Podría poner el iPod, pero ahí tengo que elegir yo a
      un artista concreto y me cuesta decidirme, salvo que ponga el aleatorio, pero eso
      es aún peor que la radio, porque nunca aparece la canción que me apetece oír y
      las voy pasando una a una sin apenas escuchar unos segundos de cada una.
        —¡Estate quietecita con la radio ya! —me reprocha mi madre.
        —¡Lo siento! —me disculpo y la apago.
        Sí, la apago. Estoy segura de que la he apagado porque le he dado al botón de
      apagarla. Y le he dado como siempre le doy, de ninguna otra manera. Estoy tan
      segura como que es de día. El problema es que a los pocos segundos de haberla
      apagado la radio se enciende sola.
        —¡Huy! —me sorprendo.
        —¿Qué? —pregunta mi madre.
        —Que la radio se ha encendido sola.
        —Mujer, le habrás dado tú sin querer.
        Yo no le he dado sin querer porque yo tenía las manos en el volante, pero
      prefiero  creer  que  mi  madre  lleva  razón.  Vuelvo  a  apagarla,  me  aseguro  de
      hacerlo  bien  y  me  aseguro  de  que  está  apagada.  Puede  que  mi  madre  tenga
      razón y que le haya dado yo sin querer.
        Al doblar una esquina en la calle Claudio Coello un obrero nos detiene y nos
      impide  el  paso.  Tenemos  que  esperar  a  que  una  hormigonera  descargue  el
      hormigón  sobre  la  cubeta  de  una  grúa.  Intento  dar  marcha  atrás,  pero  ya  es
      tarde, porque ya hay varios coches detrás. Mi madre y yo esperamos mientras
      la hormigonera vuelca su contenido en la cubeta. De repente, ahora sí que estoy
      segura de que no he tocado nada, la radio vuelve a encenderse a todo volumen.
        —¿Qué  haces?  —pregunta  mi  madre,  sobresaltada  ante  el  estruendo  de  la
      música.
        —Yo no he hecho nada, te lo juro.
        De los altavoces sale una mujer cantando ópera en el momento más agudo
      de su actuación y yo no soy capaz de apagar la radio por mucho que aprieto el
      botón,  ni  tan  siquiera  soy  capaz  de  bajar  el  volumen,  que  sigue  al  máximo  y
      parece que la cantante va a hacer estallar los altavoces. Nerviosa, toco de forma
      compulsiva  todos  los  botones  del  equipo,  pero  soy  incapaz  de  parar  ese  grito
      agudo. Tardo en reparar en que la hormigonera ha terminado de descargar y que
      el obrero me está golpeando en la ventanilla para que arranque de una vez. Los
      coches de atrás no paran de pitar.
        El ruido es ensordecedor. A pesar de no poder hacer callar a la cantante de
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