Page 111 - Lo Inevitable del Amor
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Pedimos  la  cuenta,  aunque  Antonio  no  deja  que  pague.  Él  regresa  con  mi
      madre y yo sigo con mi día. Nos despedimos mientras intentamos coger un taxi
      cada uno. Después de darnos un par de besos, parece dudar si decirme algo, pero
      al final lo hace.
        —¡María! No es por reprocharte nada, pero el año pasado tampoco lo hiciste.
        —¿Qué fue lo que no hice?
        —Felicitarme por mi cumpleaños.
      He  llegado  la  primera.  Repaso  todos  los  números  que  me  dieron  ayer  en  el
      banco.  Todos  los  documentos  sobre  la  obra  pública  que  pedí,  todas  las  obras
      empezadas y las encargadas que están a punto de empezar. También tengo la lista
      de los treinta y dos trabajadores que tenemos en Puente. Hoy estaremos todos.
      Estoy nerviosa, me doy cuenta mientras oigo desde mi despacho el ruido de la
      gente que va llegando al estudio.
        Eugenio, que ha sido de los primeros en llegar, ha venido a mi despacho para
      preguntarme cómo estaba. Le he dicho que bien, pero que quiero estar sola hasta
      que  haya  llegado  todo  el  mundo.  Le  he  pedido  que  cuando  estén  venga  a
      avisarme. Identifico bien mis sentimientos, creo estar muy lúcida esta mañana.
        Estoy  nerviosa  y  también  emocionada  porque  sé  que  voy  a  hacer  lo  que
      quiero  hacer.  Todavía  son  las  nueve  menos  cinco  cuando  Eugenio  entra  para
      decirme  que  ya  están  todos.  Detrás  viene  Martín,  el  abogado,  para
      recomendarme que no tenga la reunión.
        —Están bastante cabreados —me advierte—. Se ha corrido el rumor de que
      vamos a despedir a gente y no te lo van a poner fácil.
        —No te preocupes. No pasará nada.
        —No hay ninguna necesidad —insiste—, los citamos uno a uno y soy yo el
      que lo comunica.
        —De ninguna manera, soy yo la que tiene que coger el toro por las riendas.
        —¡Por los cuernos! Se dice coger el toro por los cuernos.
        —Ya lo sé. Son cosas mías.
        Cuando entro en la sala, todo el mundo para de hablar. La verdad es que el
      ambiente  impone  bastante.  Supongo  que  tendrán  miedo.  Los  conozco  a  todos,
      profesionalmente sobre todo, pero también sé algo de sus vidas. Los que tienen
      hijos,  los  que  están  solteros,  los  separados,  los  que  están  liados  entre  sí,  que
      algunos  hay…  Les  saludo  con  un  « buenos  días»   y  me  responden.  Me  doy
      cuenta de que para dirigirme a todos debería subirme a algún sitio, pero me da
      una vergüenza horrible, así que les pido que se abran a modo de corro. Así lo
      hacen y me apoyo en una mesa. Hay tanto silencio que no hará falta hablar muy
      alto.
        —Sabéis  que  uno  de  nuestros  clientes,  Gene  Dawson,  murió  hace  poco  en
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