Page 124 - Lo Inevitable del Amor
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encanta tocar los muebles, las puertas, abrir los armarios de la cocina, que ya
      está  instalada,  y  el  sonido  de  mis  tacones  cuando  camino  por  la  tarima.  Es
      verdad. No había caído en que es maravilloso el sonido de esta casa. Todo suena
      bien aquí, las puertas, el suelo al pisarlo, los armarios, las ventanas, la voz de la
      gente.
        No había pensado en el ruido, ese ruido que tienen las cosas que funcionan
      bien. Es fácil utilizar el sentido de la vista; en los olores también reparamos con
      más  frecuencia,  pero  muchas  veces  no  prestamos  suficiente  atención  a  cómo
      suenan las cosas. En los coches nuevos, por ejemplo, es sencillo reparar en el
      olor, ese que a todo el mundo le gusta y que con el tiempo desaparece como
      desaparecen las cosas que no vuelven. Sin embargo, los coches nuevos también
      suenan distintos: los intermitentes, la palanca de cambios, los elevalunas… tienen
      una armonía especial que también desaparece con el tiempo. No nos fijamos lo
      suficiente en el ruido de las cosas. Yo ya me he dado cuenta de que esta casa
      suena de maravilla.
        He quedado aquí con Eugenio, que se viene a acompañarme mientras están
      aquí las señoras de la limpieza, que deambulan de un lado para otro limpiando
      con mucho esmero. Aquí yo no hago más que estar de vigilante, porque aunque
      no  dudo  de  la  honorabilidad  de  estas  señoras,  hay  demasiadas  cosas  de  valor
      como para dejarlas solas. Entonces, sí dudo. Yo misma lo estoy diciendo. No es
      que dude, es que por si acaso no vas a dejar a cuatro desconocidas solas en tu
      casa.  Pues  eso  es  que  dudas,  porque  si  no  dudaras  las  dejarías  y  te  irías  sin
      problema. Hay que ver las cosas que pienso con todas las cosas importantes que
      tengo que pensar. Menos mal que Eugenio acaba de llegar. No hay nada para
      tomar y tampoco hay demasiado que hacer. Bueno, sí, quedan por abrir algunas
      cajas y por desembalar algunos muebles, pero hasta que no terminen de limpiar
      es mejor no mover nada porque aquí con tanta gente haciendo cosas va a ser un
      lío.
        Eugenio y yo nos sentamos en el sofá y hablamos de cosas intrascendentes.
      Hay  un  momento  en  el  que  nos  entra  la  risa  al  mismo  tiempo  porque  hemos
      reparado  los  dos  en  la  misma  cosa.  Las  señoras  de  la  limpieza  son  de  una
      empresa y las cuatro llevan una bata azul clarita de botones para no ensuciarse su
      ropa. Las cuatro batas son iguales y no sólo de color, sino de talla. Una de ellas es
      especialmente  bajita  y  la  bata  que  a  sus  compañeras  les  llega  un  poquito  por
      encima de la rodilla a ella le llega un poquito por encima del tobillo. Además es
      muy  fea,  las  cosas  como  son.  Cuando  pasa  por  delante  de  nosotros  con  una
      escalerita para subirse a una estantería a limpiar el polvo, a Eugenio y a mí nos
      entra un ataque de risa incontrolable. Creo que ella no se ha dado cuenta, o sí,
      porque  nos  cuesta  disimular.  Nos  vamos  a  una  habitación  y  allí  ya  se  nos  va
      pasando esta tontería que nos ha entrado. Él se seca las lágrimas y yo intento
      recomponerme del dolor de estómago que nos ha provocado la risa.
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