Page 126 - Lo Inevitable del Amor
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deprisa ha sucedido todo, qué rabia me da lo mucho que aún le quedaba por vivir.
      Sobre todo ver a Carla y Julia crecer, eso era lo que más le entristecía. Ernesta
      era una mujer muy fuerte, no había más que verla durante estos últimos meses,
      pero  lo  de  las  niñas  le  podía.  Pensar  en  perdérselas  era  algo  que  no  podía
      soportar.
        Mi padre y yo recogemos una urna con las cenizas antes de ir a dejarlas al
      nicho que ella tenía contratado. Hemos querido quedarnos solos mi padre y yo
      para hacerlo. Eso ha sido muy rápido. Un par de operarios lo han abierto y han
      dejado allí la urna antes de volver a cerrarlo. Yo estaba deseando marcharme,
      dejar  esta  serie  de  rituales  del  tanatorio,  el  crematorio  y  el  cementerio  que,
      aunque se lleven con toda la naturalidad posible, siempre tienen algo de macabro
      que me cuesta aceptar.
        Antonio ha llorado muy poco en todas estas horas, aunque se le nota muy
      triste. Yo he llorado más, mucho más. A pesar del dolor de cabeza que tengo, el
      paseo junto a mi padre desde el nicho hasta la puerta del cementerio me resulta
      reparador. No hablamos, pero nos sentimos juntos. Las personas se sienten muy
      próximas cuando sienten las mismas cosas. Y más si es por la misma persona. Le
      propongo  a  mi  padre  que  venga  a  casa,  pero  dice  que  irá  más  tarde,  que  le
      apetece  dar  una  vuelta  por  el  centro.  Coge  un  taxi  que  le  lleve  hasta  allí  y
      quedamos en que luego vendrá a cenar.
        Yo decido seguir paseando un rato más. Me apetece pensar en mi madre. El
      día  sigue  gris  y  un  poco  ventoso,  pero  ya  no  llueve.  Casi  agradecería  que  lo
      hiciera si  la  lluvia  fuera  fina. De  todas  formas,  el aire  me  refresca  la  cara  y
      respirarlo profundamente me hace sentir alivio. Debe de ser por eso por lo que
      tardo en reparar en que no camino sola por esta acera que creía deshabitada, tan
      lejos  de  la  ciudad.  Un  hombre  me  sigue  los  pasos  muy  de  cerca  y  hay  un
      instante  en  el  que  me  asusto,  justo  antes  de  que  se  dirija  hacia  mí  desde  mi
      espalda.
        —¿María?
        Al volverme no le reconozco, aunque me resulta familiar. No es un conocido,
      pero desde luego ésta no es la primera vez que le veo.
        —¡Hola, María! Soy Luis, Luis Osuna.
        Su tono de voz y su mirada son amables, de esas que dan confianza porque
      entiendes que una mala persona no puede tener una cara así. Yo tardo en darme
      cuenta de quién es, pero al final viene a mi mente desde el recuerdo una blusa
      naranja, una pinza del pelo de nácar, un coche, un beso…
        —¡Luis! —exclamo—. ¡El torero!
        Se  aproxima  para  darme  un  beso,  algo  que  nunca  había  hecho  porque  mi
      madre nunca llegó a presentármelo, como es natural.
        —¡Me gustaría hablar contigo! —me propone de una manera muy educada.
        —¿Para qué?
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