Page 40 - Lo Inevitable del Amor
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—Encantada, Gabriel.
        El  señor  debe  de  tener  unos  setenta  años,  conserva  mucho  pelo,  casi
      completamente blanco. Va vestido con traje azul, camisa blanca, corbata verde y
      zapatos marrones de cordones. Es elegante y ya me ha demostrado que bastante
      educado.  Una  azafata  me  pregunta  si  quiero  tomar  algo  y  le  pido  un  té.  Mi
      compañero de fila pide lo mismo.
        —En el tren el té es lo único que se puede tomar —dice—, porque el café
      está asqueroso.
        —Es verdad.
        —¿Es tan importante eso por lo que llora? —me pregunta.
        —Es que lloro por muchas cosas, no sólo por una.
        En  la  película  unos  jóvenes  están  jugando  encima  de  unas  camas  a  una
      especie de guerra de almohadas. Creo que no hay diálogos, se les ve reír, felices,
      mientras se golpean con las almohadas, que empiezan a romperse inundándolo
      todo de plumas blancas. Ellos siguen saltando y riendo sobre las camas perdidos
      entre tanta pluma.
        —¡Siempre  hacen  la  misma  gilipollez  en  todas  las  películas!  —afirma
      Gabriel mirando a la pantalla.
        —¿A qué se refiere?
        —A  la  escenita  de  las  almohadas.  Siempre  se  rompen  y  lo  llenan  todo  de
      plumas.
        —¡Es verdad! —digo cayendo en la cuenta.
        —Menuda  tontería.  Tú  le  puedes  arrancar  la  cabeza  a  alguien  a
      almohadillazos y no sale ni una pluma…
        Me hace gracia su explicación.
        —En una almohada no caben tantas plumas, pero si fuera verdad —continúa
      —, imagínese el lío. Los protagonistas deberían preocuparse, porque luego a ver
      quién es el guapo que recoge la habitación.
        Tiene gracia la teoría del señor y más gracia aún su forma de contarla. Me
      hace reír.
        —¿Está usted un poco mejor?
        —No sé qué decirle.
        —Seguro que no es tan grave, mujer.
        —Sí lo es.
        —De todo se sale, María. Se lo digo yo que ya soy viejo.
        Me gusta que me llame por mi nombre. A veces un completo desconocido
      puede ser tu mejor confidente. Otras, como ahora, el único posible.
        —Sí, pero hay cosas que no tienen remedio.
        —Ya sabe que todo tiene remedio menos la muerte —me contesta.
        —Por eso lo digo.
        —¿Es  que  se  le  ha  muerto  a  usted  alguien?  —me  pregunta  con  tono  muy
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