Page 41 - Lo Inevitable del Amor
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serio.
—Sí. Se ha muerto mi padre.
—¡Cuánto lo siento! —me consuela.
—Y yo no lo sabía.
—¿No sabía usted que su padre había muerto?
—No. Lo que no sabía es que el que había muerto era mi padre.
Gene Dawson vino a España a principios de los años setenta. Era un joven artista
neoyorquino que quería conocer la cultura del país en el que había nacido su
abuelo. En Estados Unidos había ganado en la escuela primaria varios
certámenes de pintura, hasta el punto de que se le consideraba una especie de
niño prodigio. Estaba dotado para cualquier disciplina artística, especialmente
para el dibujo, en la que era un virtuoso. Con apenas quince años se interesó por
otra manera de concebir el arte alejada de aquella perfección casi fotográfica
con la que era capaz de plasmar cuanto veía y en ese momento comenzó a
trabajar más la escultura.
Su padre, que era un señor muy rico y muy culto, le subvencionó con apenas
veinte años un viaje por Europa que finalizaría en España. Cuando Gene aterrizó
en Madrid no conocía a nadie, pero hablaba bien el español y además tenía
dinero. Su intención era quedarse en Madrid una semana y después ir a Sevilla y
desde allí conocer Andalucía, una tierra que le había llamado la atención desde
niño.
Gene se hospedó en el centro de Madrid, en un hotel de la plaza de Santa Ana.
Los tres primeros días había repartido su tiempo durmiendo por las mañanas,
paseando por las tardes y saliendo por las noches. Al cuarto fue a conocer el
parque del Retiro e hizo lo que todo el mundo hace en el Retiro: pasear, montarse
en barca y tomarse una cerveza en uno de los quioscos que hay justo enfrente
del estanque.
En la mesa de al lado tres chicas se reían con esa estupidez nerviosa con la
que se ríen las niñas bien cuando ven algo que les atrae tanto como les asusta. Ese
algo era Gene, un tipo de pelo largo y una camisa de lunares al que se le notaba
demasiado que no era de aquí. Las chicas bromearon con él y él con ellas hasta
que le invitaron a sentarse en su mesa. Gene les habló de Nueva York, de arte, de
música, de su interés por España, de literatura… Les habló como nadie había
hablado a esas chicas bien de Madrid. Era un seductor y el público formado por
las tres jovencitas impresionables tampoco podía considerarse demasiado duro
de conquistar.
De las tres, la más guapa era una chica rubia, delgada, con una sonrisa
inocente que la hacía parecer incluso más joven de lo que era. Ernesta, en ese
momento, acababa de cumplir diecinueve años y, aunque ya le habían sobrado