Page 110 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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está  en  el  sagrado  puesto  de  la  realeza,  su  corona  da  sombra  pro­
     tectora a Kullab, bajo  su  enramada  corona se  refresca  el  recinto  del
     Eanna, sede  de  la  sagrada  Inanna.  Cuando  él  haya  cortado  de  ese
     gran árbol un  cetro, que lo  lleve, que sea en su  mano  como  si fue­
     ra  de  cornalina y lapislázuli y  que  el  señor de Aratta lo  traiga  ante
     nú.»
       Después  de  hablarle  así,  el  mensajero  que  iba  a Aratta,  hundió
     su  pie  en  el  polvo  del  camino,  desplazó  ruidosamente  las  piedras
     de  las  cordilleras  como  a  un  basilisco  que  ronda  por  su  desierto,
     sin  que  nadie  se  le  enfrentara.
       Transcurridas las largas jornadas de viaje, la gente de Aratta, cuan­
     do  el  mensajero  todavía  no  había  llegado  a  ella,  acudió  a  él  para
     admirar los  asnos  de  carga, cargados  de  grano. Una vez llegado  a la
     Corte  de Aratta, el mensajero hizo a los mayordomos vaciar el gra­
     no  en  contenedores, reservando  el resto  de la porción que se  había
     destinado  para  los  pájaros.
        Como  si  hubiera habido  lluvias  del  cielo  y  tormentas, la  abun­
     dancia  colmó  a Aratta.  Como  si  los  dioses  hubieran  retornado  a
     sus moradas, el hambre de las  gentes se apaciguó poco  a poco, gra­
     cias  a  la  ayuda  enviada  desde  Uruk.  El  pueblo  de Aratta  sembró
     los  campos  con  su  malta  empapada  de  agua. Los  granos  esparcidos
     por los labriegos caían en los surcos del suelo. N o se perdía ni uno.
     Era necesario recoger al menos una cosecha para así sobrevivir otro
     año  y  escapar  a  una  muerte  inmediata.
       El  señor  de Aratta  explicó  el  asunto  a  sus  súbditos, diciéndoles:
       — Como  si  fuera  una  planta  de  «cadáver  de  perro»,  Inanna  ha
     dejado  de  su  mano  a Aratta,  ha  dado  su  mano  al  señor  de  Uruk,
     ¡vayamos, en lo  más penoso  de  nuestra miseria, en nuestra extrema
     hambre  a  arrastrarnos  al  señor  de  Kullab!
        Todos  los  ancianos  inteligentes  entrelazaron  sus  manos,  apoya­
     ron sus hombros contra la pared y se dispusieron a colocar sus teso­
     ros  a  disposición  de  su  señor.
       El  mensajero  estaba  esperando. Precisaba  una respuesta para lle­
     varla a Uruk. En el palacio, le  estaba diciendo las palabras  que sabía
     de  memoria  al  señor  de Aratta:


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