Page 137 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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Ese  día,  como  un  solo  hombre  alcanzaron  la  retaguardia  de  las
     tropas  de  Uruk  que  estaban  sitiando  Aratta.  Cual  serpiente  que
     atraviesa  una  pila  de  grano,  cruzaron  por  las  colinas, pero  cuando
     ya  estaban vislumbrando  la  ciudad, tanto los  de Uruk  como  los  de
     Kullab  se  echaron boca  abajo, acamparon junto  al  foso  y las  mura­
     llas  del  campo  de  Aratta.  Desde  aquella  ciudad  los  dardos  caían
     como  la  lluvia  y  de  las  murallas  de  Aratta  venían  resonando  los
     proyectiles  de arcilla, lanzados  con hondas, como  el granizo  en  pri­
     mavera.
        Pasaron los días, los meses se alargaron, el año regresó a su madre.
     Una  cosecha  amarillenta  estaba  a  punto  de  madurar bajo  el  cielo,
     en los campos la superficie se había vuelto malsana, el barro se pega­
     ba  a  la  piel, los  proyectiles  de  arcilla,  como  el  granizo, habían  ate­
     rrizado  en  los  caminos,  el  espino  de  las  montañas  se  había  enma­
     rañado, y los  basiliscos se  empujaban unos a  otros. Ningún  hombre
     sabía  cómo  ir a  la  ciudad, ni  era  capaz  de  abrirse  camino  para  ir á
     Kullab.
        En  medio  de  aquella  situación, Enmerkar, hijo  de  Utu,  el  dios
     sol,  se  sintió  asfixiado,  se  puso  nervioso  a  causa  del  ruido  de  las
     piedras  que  eran  arrojadas  a  sus  tropas. Apenado  ante  el  cariz  de  la
     lucha, sin resultados positivos a pesar de haber sitiado a Aratta duran­
     te  todo  un  año, empezó  a  buscar  a  un  hombre  que  pudiera enviar
     de  vuelta  a  la  ciudad, empezó  a  buscar  a  un  hombre  que  pudiera
     mandarlo  a  Kullab  para  llevar  un  mensaje  a  la  diosa  Inanna.  Pero
     ningún  hombre  le  dijo:  «¡Déjame  ir  a  la  ciudad!  ¡Déjame  ir  a
     Kullab!»  Llamó  a las  huestes  de las  ciudades  independientes, ciuda­
     des  que  reconocían la superioridad de  Enmerkar, pero  ninguno  de
     aquellos  mercenarios  le  dijo: «¡Déjame  ir  a  la  ciudad!  ¡Déjame  ir a
     Kullab!»
        Viendo aquello llamó a la falange, a los hombres vigorosos. Pero
     ningún  hombre  se  aprestó  a  sus  deseos. Tan  sólo  Lugalbanda  se
     levantó  de  entre  la  gente  y le  dijo  a  Enmerkar:
        —Mi rey, déjame ir a la ciudad. Que ningún hombre venga con­
     migo, déjame  ir solo  a  Kullab.  Que  nadie  venga  conmigo.
        El  rey  le  respondió:


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