Page 94 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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Su  padre  le  volvió  a  aconsejar  la  misma  solución:  ¡Mezclarse
     entre  los  hombres!  ¡Pasar  desapercibido!
        Sin  embargo,  Inanna  provocó  todavía  una  tercera  calamidad,  a
     causa  de  su  sexo  ultrajado. Tomando  sus  poderes  abrió  la  tierra  y
     cortó así los caminos. Por ellos no se podía circular. Causó así terri­
     bles pequicios a los «cabezas negras». ¡En verdad, no se resistía a que­
     dar  ultrajada!
        Soportando Shukalletuda y las demás gentes aquella tercera cala­
     midad, que había impedido la comunicación de los hombres y aca­
     rreado innumerables desgracias, no dudó  en acudir de nuevo  a casa
     de  su  padre  a  contarle  la  crítica  situación  por  la  que  atravesaba  el
     país.  Enki  volvió, sin  inmutarse,  a  sugerirle  que  se  mezclase  entre
     los  hombres  para  no  ser localizado  por la  diosa.
        Un  día,  hace  ya  mucho  tiempo,  cuando  el  sol  ya  había  des­
     puntado  por  el  horizonte  y  el  alba  ya  había  aparecido,  la  mujer
     volvió  a  examinar su  situación, volvió  a repensar en  el  ultraje  su­
     frido.
        — ¡Pobre  de  mí!  — decía— .  ¿Quién  me  ayudará?
        Tras  meditar largamente llegó  a  la  conclusión  de  que  el  culpa­
     ble de su ultraje  tan sólo se podía haber refugiado en casa de Enki,
     el  creador de la  especie humana. Por eso  no lo  había podido  loca­
     lizar. En consecuencia, Inanna no dudó en ponerse en camino hacia
     el  palacio  de  Enki, hacia  el Abzu, la  mansión  que  tenía  el  dios  en
     Eridu.
        Una vez  que  hubo  llegado, la  diosa, tras  introducirse  en  el sun­
     tuoso  templo, levantó  la mano  hacia  el dios  en  gesto  de plegaria y
     de  adoración  y le  dijo:
        — Venerable  Enki,  siempre  me  has  socorrido  y  ayudado.  Haz,
     pues, salir a ese hombre del Abzu, entrégamelo. N o quiero más  que
     conducirlo, sano  y  salvo, a  mi  santuario  del Eanna, a  Uruk.
        Enki  le  respondió:
        — Está bien.  ¡Que  así  sea!
        Entregado  el jardinero  a  la  diosa, aquélla  le  sometió  a  un  inte­
     rrogatorio, intentando averiguar cómo había podido ultrajarla. Shu­
     kalletuda,  temeroso,  le  contó  que  la  belleza  de  la  diosa  le  había


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