Page 232 - El nuevo zar
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El 22 de agosto, diez días después de que explotara el Kursk, Putin voló a
Vidiayevo, una ciudad militar cerrada sobre el círculo ártico; el puerto de
origen del Kursk estaba en una ruinosa ciudad de guarnición, castigada por el
clima inclemente. Allí los padres, madres, esposas e hijos de la tripulación del
submarino habían llegado de todo el país para esperar el desarrollo de la
tragedia, oscilando entre la esperanza y la angustia, el pesar y la furia. Uno de
los vice primeros ministros de Putin, Iliá Klébanov, había intentado calmar a
las familias cuatro días antes y solo había hallado furia desatada dentro del
club de oficiales de la ciudad. Klebanov, que supervisaba las tambaleantes
industrias militares del país, se vio conmovido cuando una madre, Nadezha
Tilik, saltó de su asiento gritando «¡Cerdos!». Una enfermera se acercó a ella
por detrás y le clavó una aguja a través de la manga del abrigo para sedarla.
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Ahora los familiares se reunieron nuevamente en el club a las cinco en
punto, esta vez para ver al presidente. Y esperaron cuatro horas hasta que
Putin finalmente llegó. Vestido con un traje negro sobre una camisa negra sin
corbata, Putin ahora afrontaba la realidad del sufrimiento; no las «prostitutas»
pagadas por los periodistas sin escrúpulos, como le habían dicho, sino las
personas genuinamente desconsoladas. Lo que halló fue una multitud
enfadada. No había terminado su primera oración cuando lo interrumpieron
con gritos. Cuando ofreció sus condolencias por la «terrible tragedia», una
mujer gritó en voz muy alta que debería suspender el día de duelo que había
anunciado el día anterior. Putin parecía inseguro. Reconoció el mal estado de
las fuerzas militares rusas, pero sonaba a la defensiva. «Siempre ha habido
tragedias —dijo—. Seguramente saben que nuestro país está en una posición
difícil, igual que nuestras fuerzas armadas, pero yo tampoco nunca imaginé
que su estado fuera tan malo.»[52] Cuando un hombre exigió saber por qué la
Flota del Norte no tenía un sumergible de rescate, Putin soltó: «¡No queda ni
una maldita cosa en este país!».
La muchedumbre lo corrigió enfadada cuando indicó los salarios de los
marineros y oficiales, gritando por encima sus respuestas y obligándolo a
rogarles a sus oyentes que lo dejaran terminar. Dio mal la hora de la explosión
y reiteró el dato confuso de la Marina respecto de la causa del desastre. «Pudo
haber sido una colisión o una mina o, posiblemente, una explosión a bordo,
aunque los especialistas piensan que eso es muy poco probable.» La reunión
duró casi dos horas y cuarenta minutos, y la intención nunca fue que se