Page 238 - El nuevo zar
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La respuesta de Putin parecía validar la impresión inicial que Bush había
tenido de él, que nadie había previsto cuando comenzó la nueva
Administración. Durante su campaña contra Al Gore en 2000, Bush había
criticado la guerra en Chechenia con la misma vehemencia que Clinton antes,
pues era una oportunidad de ilustrar que los demócratas habían sido blandos
con Rusia. Desde los primeros días en funciones de Bush, las relaciones con
la Rusia de Putin parecieron tensas. En enero de 2001, agentes de la frontera
estadounidense que actuaban por orden internacional habían arrestado a Pável
Borodín cuando aterrizaba en Nueva York. Tras su investidura, Putin había
sacado discretamente a Borodín de su puesto de supervisión de la propiedad
del Kremlin y le había otorgado una misión ceremonial como enviado en el
Estado de la Unión de Rusia y Bielorrusia, una entidad formada en 1996 pero
nunca materializada. El nuevo fiscal de Rusia, Vladímir Ustínov, cerró con
discreción la investigación sobre las actividades de Borodín, pero los suizos
no habían cerrado su caso. Carla del Ponte había hecho circular la orden que
atrapó a Borodín y lo acusaba de haber aceptado sobornos de
aproximadamente 30 millones de dólares por los contratos que había otorgado
para restaurar el Gran Palacio en el Kremlin y la Cámara de Cuentas. El
escándalo que había manchado la presidencia de Yeltsin ahora proyectaba tal
sombra sobre las relaciones con el nuevo presidente estadounidense que fue el
tema de la primera llamada telefónica de Putin con Bush, el 31 de enero de
2001.
En el término de unas semanas, las relaciones parecían condenadas a
empeorar. En febrero, el Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas
en inglés) finalmente descubrió un topo que desde hacía tiempo se sospechaba
que integraba sus filas: Robert Hanssen, un experimentado supervisor de
contrainteligencia, había hecho de espía para la Unión Soviética y luego
Rusia hasta la tarde de su arresto. Su exposición llevó a la expulsión de
cincuenta diplomáticos rusos en Estados Unidos, seguida de la expulsión, ojo
por ojo, de cincuenta estadounidenses en Moscú.
Durante un tiempo, la Guerra Fría pareció cobrar nueva vida, pero,
cuando Bush y Putin se encontraron por primera vez, en junio de 2001, en el
Castillo Brdo, una villa del siglo XVI fuera de la capital de Eslovenia,
Liubliana, los dos hombres parecían ansiosos por apaciguar las crecientes
tensiones. Y ambos consultaron sus resúmenes de inteligencia con la