Page 362 - El nuevo zar
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británicos a no «respaldar ninguna tendencia a sobredimensionar escándalos
políticos sin fundamento». En cuanto a la nota, cuestionó por qué no se había
hecho pública cuando Litvinenko estaba vivo: si fue escrita después de su
muerte, dijo Putin, no había necesidad de hacer ningún comentario. «Las
personas que han hecho esto no son Dios, ni el señor Litvinenko es,
desafortunadamente, Lázaro —dijo—. Y es una gran pena que incluso
eventos tan trágicos como la muerte de una persona puedan ser utilizados
como provocaciones políticas.» Como en el caso de Politkóvskaia, Putin
buscó desviar la culpa adonde fuera, a sus enemigos. Y, sin embargo, en
ninguna parte de sus declaraciones breves y torpes salió a negar
explícitamente que los rusos lo hubieran hecho.
Todavía no ha surgido ninguna prueba directa de que Putin tuviera algo que
ver con la muerte de Litvinenko o con la de Politkóvskaia, o en ninguno de
los otros crímenes misteriosos e irresueltos que llevaban el sello distintivo de
asesinatos políticos durante su gobierno. No obstante, para entonces, su
posición en Occidente se había hundido tanto que pocos dudaban de que,
como mínimo, había creado un clima que hacía que los asesinatos políticos
parecieran denodadamente corrientes. En el período que siguió al
envenenamiento de Litvinenko, casos más antiguos de pronto cobraron
renovada importancia. Yuri Shchekochijin, miembro del Parlamento y
periodista que también trabajó para el periódico de Politkóvskaia, murió en
2003 a causa de una enfermedad repentina que sugería un envenenamiento;
acababa de escribir un artículo sobre una investigación que fue detenida pero
que entonces, tres años después, estaba a punto de resurgir entre nuevas
intrigas. Otro caso involucraba la extraña muerte de un hombre que
supuestamente actuó como mediador en el caso Yukos en 2004; la víctima,
Román Tsepov, un conocido de Putin de los años noventa, murió de una
forma que siniestramente anunciaba el caso de Litvinenko: sucumbió a una
enfermedad por radiación supuestamente apenas días después de haber sido
invitado a tomar una taza de té en el cuartel general del FSB en San
Petersburgo.[16]
El envenenamiento de Litvinenko tenía toda la complejidad e intriga de
una novela de John le Carré, excepto el móvil coherente y la resolución