Page 42 - El nuevo zar
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mujer que había revelado el secreto quizás hubiese recibido la instrucción de
               hacerlo. Nunca estuvo segura al respecto. Solo entonces recordó un extraño
               encuentro de hacía algunos meses.

                    Había acordado llamar a Putin una tarde a las siete en punto, como hacía

               con frecuencia. Debido a que su piso comunitario no tenía teléfono, fue hasta
               una cabina en un patio cercano. Oscurecía cuando marcó el número, pero él
               no contestaba. Dejó de intentarlo, conociendo su afición a trabajar hasta tarde.

               Cuando se iba, un joven se le acercó en el espacio silencioso y vacío. Ella dio
               la vuelta para regresar a su apartamento a través del arco de entrada al patio;
               aun así, él la siguió. El hombre apuró el paso y ella también.


                    —Señorita, por favor, no hago nada malo. Solo quiero hablar con usted.
               Solo  dos  segundos.  —Parecía  sincero,  que  hablaba  con  el  corazón.  Ella  se
               detuvo—. Señorita, es el destino. ¡El destino! Cuánto quería conocerla.


                    —¿De qué habla? —se limitó a responder—. No es el destino.

                    —Por favor, se lo ruego. Deme su número de teléfono.

                    —No tengo teléfono.

                    —Entonces anote el mío —dijo él. Estaba ofreciéndole su número igual

               que Putin en su segunda cita.

                    —De ningún modo —contestó ella antes de que, al fin, él la dejara ir.[30]

                    El episodio casi olvidado volvió a su memoria en un rapto desconcertante.

               ¿Había sido el KGB —había sido Vladímir— que la había puesto a prueba en
               esa calle oscura? Si ella fuera el tipo de mujer que podía entablar relación con
               cualquier  hombre  en  la  calle,  eso  podría  despertar  los  celos  del  marido  y
               exponerla a ella o a él al contraespionaje o la extorsión. O quizás solo era un

               joven  atrevido  que  deseaba  conocerla.  Se  sentía  bastante  nerviosa,  y  ahora
               podía entender el tipo de vida en la que se involucraría con Vladímir. Algunos

               se atemorizarían con semejante prueba, se aseguraba a sí misma, pero sería
               tonto dejar que eso la perturbara. Ella no tenía nada que esconder, después de
               todo. No le molestaba el trabajo de él —«El trabajo es el trabajo», se dijo
               encogiéndose  de  hombros—;  sin  embargo,  cuando  le  preguntó  sobre  ese

               encuentro, más de una vez, él se negó a responderle, y eso sí le molestó. Sabía
               que él nunca le contaría nada acerca del otro mundo que habitaba, nunca la

               tranquilizaría para explicarle por qué llegaba a casa a medianoche en vez de
               hacerlo a las nueve, por ejemplo. Ella se preocuparía, luego se enojaría, pero
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