Page 444 - El nuevo zar
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aliados con Al Qaeda, ayudados y alentados por simpatizantes de cortas miras
               en  Occidente  que  intentaban  derrocar  a  líderes  autocráticos.  No  estaba
               equivocado acerca del aumento del extremismo, que luego consumiría a Libia
               y  exacerbaría  una  opresiva  guerra  civil  en  Siria,  un  aliado  mucho  más

               importante para Rusia en Oriente Medio. El respaldo de Putin a los dictadores
               autocráticos de Libia y Siria era visto ampliamente a través del prisma de los

               intereses geopolíticos de Rusia, como los proyectos de energía y un contrato
               para  construir  un  ferrocarril  que  conectara  las  ciudades  costeras  de  Libia
               (negociado  por  el  amigo  de  Putin,  Vladímir  Yakunin),  ventas  masivas  de
               armas y, en el caso de Siria, la única base militar de Rusia fuera de la antigua

               Unión  Soviética.  En  realidad,  su  recelo  era  mucho  más  profundo.  En  su
               mente, existía una oscura asociación entre las aspiraciones de democracia y el

               aumento del radicalismo, entre las elecciones y el caos que inevitablemente
               provocarían.

                    «Echemos  un  vistazo  a  la  historia,  si  les  parece  bien  —dijo  Putin  en

               Bruselas  en  febrero—.  ¿Dónde  vivía  Jomeini,  el  autor  intelectual  de  la
               revolución  iraní?  Vivía  en  París.  Y  tenía  el  apoyo  de  la  mayor  parte  de  la
               sociedad occidental. Y ahora Occidente hace frente al programa nuclear iraní.
               Recuerdo que nuestros socios clamaban por elecciones justas y democráticas

               en los territorios palestinos. ¡Excelente! Esas elecciones las ganó Hamás.»

                    Por  reflejo,  instintivamente,  imaginaba  la  revuelta  en  Libia  como  un
               simple paso más hacia la orquestación de una revolución en Moscú.


                    Quizás porque era más joven, quizás porque nunca había trabajado para
               los servicios de seguridad, quizás por su naturaleza simpática, Medvédev no
               compartía esa desconfianza sombría respecto de Occidente, de la democracia,

               de  la  naturaleza  humana.  Había  pasado  los  primeros  tres  años  de  su
               presidencia cortejado por la Administración de Barak Obama, y ahora no solo
               Estados Unidos, sino también países con relaciones mucho más estrechas con

               Rusia, como Francia e Italia, apelaban a él para ayudar a evitar la matanza de
               civiles en Libia. Y entonces, por instrucción suya, Rusia se abstuvo cuando el
               Consejo de Seguridad votó sobre la resolución 1973 de las Naciones Unidas

               del 17 de marzo, que autorizaba el uso de la fuerza militar para impedir que
               las fuerzas de Gadafi avanzaran sobre los bastiones de los insurgentes en el
               este de Libia. La decisión de Medvédev provocó rebelión entre diplomáticos

               y funcionarios de seguridad rusos. El embajador de Rusia en Libia, Vladímir
               Chamov, envió un telegrama al presidente advirtiendo acerca de la pérdida de
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