Page 525 - El nuevo zar
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copos de nieve iluminados se desplegaron para formar los anillos del símbolo
olímpico. Un copo falló, pero diestros productores de televisión reemplazaron
raudamente la imagen con una de un ensayo; ningún televidente de la
televisión rusa supo lo que había pasado. El viaje final de la antorcha
olímpica, que conforme al relato superlativo de estos juegos había atravesado
el país desde el fondo del lago Baikal hasta el espacio exterior, incluyó a
algunos de los olímpicos famosos de Rusia. La más célebre entre ellos era la
ganadora de la medalla de oro de Atenas en 2004, Alina Kabáieva.
Los Juegos Olímpicos sirvieron a los propósitos políticos de Putin.
Incluso Alekséi Navalni, cuya organización anticorrupción había publicado
un sitio web interactivo sobre el derroche titánico implicado, se conmovió con
la ceremonia de apertura. «Es tan adorable y tan integradora.» Cuando la
atención pasó a los deportes —como Putin y sus asistentes siempre habían
insistido que debía ser—, los Juegos Olímpicos parecieron incluso atemperar
algunas de las críticas más duras contra él y su Gobierno. Putin iba de acto en
acto, disfrutando de los deportes y la atención. Posó en operaciones
fotográficas con los atletas, tomó cerveza en la casa holandesa con el rey
Guillermo Alejandro de Holanda e incluso realizó una visita al Comité
Olímpico de Estados Unidos, marcando con ostentación que, a pesar de sus
diferencias políticas con Estados Unidos, recibía de buen grado su
participación —y que, como hombre, era más grande que Obama, quien se
había negado a asistir—. Putin había alcanzado su sueño: Rusia era el centro
de gravedad, una nación unida, indispensable y rica que cumplía el rol de sede
del mundo. Rusia, en su mente, había alcanzado la gloria, el respeto que la
Unión Soviética había tenido cuando él era pequeño, cuando Gagarin estaba
en el espacio, cuando el Ejército Rojo era temido y formidable.
Y, no obstante, al espectáculo y los deportes subyacía una corriente de
inquietud y temor. La unidad nacional desplegada en Sochi, aunque genuina,
no hizo nada por evitar que la mano firme y constante del Estado ahogara
cualquier signo de disenso. Las protestas en Ucrania, que no se habían
disipado durante el invierno, reverberaron en Moscú como un terremoto
distante, que sacudía el suelo, leve pero ominosamente. En las semanas
previas a los Juegos Olímpicos, Putin había puesto en cuarentena, por