Page 61 - El nuevo zar
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Gorbachov llegó a Berlín Este el 6 de octubre, aparentemente para celebrar el
               cuadragésimo  aniversario  de  la  fundación  de  la  República  Democrática
               Alemana, el final ya estaba cerca. Presionó a Honecker para que atendiera las
               reclamaciones  de  los  manifestantes,  diciendo:  «La  vida  castiga  a  los  que

               postergan».  Honecker,  sin  embargo,  se  mostró  desafiante.  «Resolveremos
               nuestros  problemas  con  medios  socialistas  —declaró  en  un  discurso,  con

               Gorbachov a su lado—. Las propuestas que buscan debilitar el socialismo no
               florecerán aquí.»[29]

                    Menos  de  dos  semanas  más  tarde,  fue  expulsado,  reemplazado  por  su
               «vice», Egon Krenz, con la esperanza de contener el levantamiento político.

               Era demasiado tarde. La potencia de las protestas lo tornó todo irreversible, y
               las  acciones  cada  vez  más  erráticas  del  Gobierno  aceleraron  su  propio
               derrumbe.  El  9  de  noviembre,  un  portavoz  del  Gobierno  anunció  que  el

               politburó  había  autorizado  a  los  alemanes  del  Este  a  viajar  libremente  a
               Occidente  y,  cuando  se  le  preguntó,  dijo  que,  por  lo  que  sabía,  el  cambio

               entraba  en  vigor  de  inmediato.  Decenas  de  miles  de  personas  se  acercaron
               enseguida  al  Muro  de  Berlín  y  abrumaron  a  los  guardias  fronterizos.  Sin
               instrucciones claras de la cúpula, los guardias los dejaron pasar. Del otro lado,
               los recibieron alemanes del Oeste eufóricos. Y juntos comenzaron a derribar

               el símbolo más infame de la Guerra Fría.

                    En Dresde, el tumulto consumía a la oficina del KGB. El teniente coronel
               Putin estaba profundamente confuso o, al menos, eso afirmó más adelante.

               Dijo que simpatizaba con las demandas generales de los manifestantes, pero
               que su corazón estaba también con sus amigos de la Stasi. La Stasi, pensaba,

               era  «asimismo  parte  de  la  sociedad»  y  estaba  «infectada  por  la  misma
               enfermedad»: no era una fuerza ajena que debiese ser desechada junto con la
               dirigencia política decrépita. Lo que menospreciaba —lo que temía— era el
               dominio  de  la  muchedumbre.  Y  eso  fue  lo  que  vio  desarrollarse  a  su

               alrededor. Lo que era peor: a nadie en Moscú parecía importarle. Se quejó de
               que el KGB, consumido en luchas internas existentes en el país, pasara por

               alto las advertencias y recomendaciones que él y sus colaboradores estaban
               enviando. No solo estaba bajo coerción la Unión Soviética, sino que ahora su
               propia  carrera  parecía  haberse  vuelto  una  ocurrencia  tardía,  un  callejón  sin
               salida. «El trabajo que hacíamos ya no era necesario —recordó más adelante

               —. ¿Cuál era el sentido de escribir, reclutar o procurar información? Nadie en
               el Centro de Moscú estaba leyendo nuestros informes.»[30]
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