Page 64 - El nuevo zar
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del KGB en su caja fuerte, no la sacó. Caminó solo hasta la entrada de la
               mansión, sin su sombrero y sin órdenes, y fingió.

                    El ánimo en la calle Angelika no era agresivo, sino más bien eufórico. Un
               grupo de unos veinte hombres reunidos en la calle frente a la entrada hablaban

               con  gran  exaltación,  sorprendidos  de  que  la  temida  Stasi  se  hubiera
               derrumbado sin luchar. Siegfried Dannath, que dos años antes había tenido
               ese encuentro con su perro fuera de la mansión del KGB, estaba entre ellos.

               Alguien  desafió  al  guardia  de  servicio  para  que  los  dejara  entrar,  pero  el
               hombre  no  dijo  nada.  Cuando  desapareció  dentro  de  la  casa,  nadie  estaba
               seguro de qué hacer. Fue entonces cuando Dannath vio a un oficial de baja

               estatura salir por la puerta de adelante, bajar los escalones y aproximarse. No
               dijo nada al principio y luego habló lentamente y con calma.

                    «Esta casa se encuentra estrictamente custodiada —dijo en un alemán tan

               fluido que sorprendió a Dannath—. Mis soldados tienen armas. Y les he dado
               órdenes: si alguien ingresa al complejo, deben abrir fuego.»

                    No gritó ni lanzó ninguna amenaza. Simplemente pronunció esas pocas

               palabras, hizo una pausa y luego se dio la vuelta y caminó de regreso hacia la
               casa. Los hombres en la calle murmuraban. Dannath sintió que el ánimo había
               cambiado.  Los  manifestantes  reconsideraron  la  posibilidad  de  forzar  la

               entrada. Nadie quería violencia y ya habían derribado el complejo de la Stasi.
               Tomar  el  KGB  era  algo  completamente  distinto.  Así  que  se  dispersaron,
               bajando por la calle Angelika para reintegrarse a la multitud que deambulaba

               por el recinto de la Stasi.[35] Pocas horas después, al fin la base soviética
               recibió algunas órdenes y los comandantes enviaron dos vehículos armados
               con soldados que ya no eran necesarios.


                    Esa  noche  suscitó  muchas  leyendas,  embellecidas  según  el  autor  y  la
               intención.  En  algunas  versiones,  «cientos»  de  manifestantes  «atacaron»  el
               edificio. En otras, guardias posicionados en la ventana apuntaron con sus AK-

               47 contra la multitud, listos para disparar a muerte. En un relato, el oficial
               ruso blandió una pistola al salir —o en la parte alta de la escalera del segundo
               piso—,  mirando  fijo  a  la  horda  que  intentaba  acercársele.  Nada  tan

               espectacular  sucedió  esa  noche,  y  lo  que  sí  sucedió  fue  eclipsado  por  los
               acontecimientos  mucho  más  significativos  que  se  desarrollaron  en  Berlín,
               incluidas  la  renuncia  del  comité  de  seguridad  del  Partido  Comunista  y  la

               detención de Erich Honecker. Egon Krenz renunció al día siguiente, lo cual
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