Page 76 - El nuevo zar
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hombre propenso a citar a poetas clásicos y expresar con ingenio lo que antes
               eran herejías. «Todos estamos infectados en alguna medida por el sistema»,
               escribió Sobchak apenas un año después de que su nuevo consejero llegara
               para trabajar con él, cavilando respecto de «El jinete de bronce» de Pushkin, y

               lo que él llamaba «el síndrome del sistema». «Desde el nacimiento nos han
               enseñado  intolerancia,  sospecha  y  miedo  paranoico  hacia  los  espías.»

               Sobchak  imaginaba  una  nueva  Unión  Soviética  que  ofreciera  justicia  y
               esperanza,  una  democracia,  un  «Estado  normal,  civilizado»  en  el  que  «no
               haya necesidad de matar a la mitad de la población para contentar a la otra
               mitad».[30]


                    Los  dos  hombres  hacían  una  extraña  pareja.  Diferían  en  edad,  en
               temperamento  y  en  filosofía.  Sobchak  era  extravagante,  carismático;  Putin,
               reservado, por naturaleza desconfiado y sigiloso. No compartía la hostilidad

               de  Sobchak  respecto  de  la  Unión  Soviética,  pero,  no  obstante,  servía  a  su
               nuevo jefe con la misma lealtad con que había servido a sus comandantes del

               KGB,  y  con  el  tiempo  comenzó  a  asimilar  algunas  de  las  visiones  de  su
               superior. Incluso cuando otros oficiales del KGB dimitían por principio o en
               busca  de  nuevas  formas  de  hacer  dinero,  Putin  seguía  apostando  por  lo
               mismo. Nunca rompió con la agencia como hizo Kaluguin: no se arrepentía

               de  los  servicios  prestados  ni  nunca  lo  haría.  Uno  de  sus  superiores  en
               Leningrado que también había prestado servicios en Alemania Oriental, Yuri

               Leshchev, dijo que el servicio en el KGB era para Putin «un asunto sagrado».
               [31] Y, sin embargo, Sobchak lo involucró cada vez más en la nueva política
               de  la  época.  Trabajaba  para  el  antiguo  régimen…  y  para  aquellos  que  lo
               derrocarían.


                    El concejo de la ciudad de Leningrado, si bien era democrático, resultó ser
               inepto. Sus miembros discutían sin parar entre ellos y con Sobchak respecto
               de las potestades del presidente, pero hacían poco por ocuparse de las grandes

               necesidades de la ciudad en materia de vivienda, alimento y transporte. Hacia
               el verano de 1990, la economía soviética daba tumbos, a punto de colapsar, y

               Leningrado  y  otras  ciudades  comenzaron  a  quedarse  sin  provisiones  de
               alimento; los estantes de sus escasas tiendas se vaciaron primero de té y de
               jabón, luego de azúcar, tabaco e incluso vodka. Poco después de regresar de
               Estados  Unidos  —donde  había  visitado  un  Kmart  bien  abastecido  en

               Alexandria,  Virginia—,  Sobchak  obligó  al  concejo  a  introducir  cartillas  de
               racionamiento.  No  se  trataba  de  una  hambruna  —no  con  un  floreciente
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