Page 150 - El Hobbit
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Bilbo trataba por todos los medios de no quedarse demasiado atrás, pues los
elfos hacían marchar a los enanos con una rapidez que nunca habían conocido,
sobre todo enfermos y fatigados como estaban. El rey había ordenado que se
dieran prisa. De pronto, las antorchas se detuvieron, y el hobbit tuvo el tiempo
justo para alcanzarlos antes que comenzasen a cruzar el puente. Éste era el
puente que cruzaba el río y llevaba a las puertas del rey. El agua se precipitaba
oscura y violenta por debajo; y en el otro extremo había portones que cerraban
una enorme caverna en la ladera de una pendiente abrupta cubierta de árboles.
Allí las grandes hayas descendían hasta la misma ribera, y hundían los pies en el
río.
Los elfos empujaron a los prisioneros a través del puente, pero Bilbo vaciló en
la retaguardia. No le gustaba nada el aspecto de la caverna, y sólo a último
momento se decidió a no abandonar a sus amigos, y se deslizó casi pisándole los
talones al último de los elfos, antes de que los grandes portones del rey se
cerrasen detrás con un golpe sordo.
Dentro los pasadizos estaban iluminados con antorchas de luz roja, y los
guardias elfos cantaban marchando por los corredores retorcidos, entrecruzados
y resonantes. No se parecían a los túneles de los trasgos: eran más pequeños,
menos profundos, y de un aire más puro. En un gran salón con pilares tallados en
la roca viva, estaba sentado el rey elfo en una silla de madera labrada. Llevaba
en la cabeza una corona de bayas y hojas rojizas, pues el otoño había llegado de
nuevo. En la primavera se ceñía una corona de flores de los bosques. Sostenía en
la mano un cetro de roble tallado.
Los prisioneros fueron llevados al rey, y aunque él los miró con severidad,
ordenó que los desataran, pues estaban andrajosos y fatigados. —Además, no
necesitan cuerdas —dijo—. No hay escapatoria de mis puertas mágicas para
aquellos que alguna vez son traídos aquí.
Larga e inquisitivamente preguntó a los enanos sobre lo que hacían, y a dónde
iban, y de dónde venían; pero no consiguió sacarles más noticias que a Thorin. Se
sentían desanimados y enfadados, y ni siquiera intentaron parecer corteses.
—¿Qué hemos hecho, oh rey? —dijo Balin, el más viejo de los que quedaban
—. ¿Es un crimen perderse en el bosque, tener hambre y sed, ser atrapado por
las arañas? ¿Son acaso las arañas vuestras bestias domesticadas o vuestros
animales falderos, y por eso os enojáis si las matamos?
Esta pregunta, desde luego, enojó aún más al rey, quien contestó: —Es un
crimen andar por mi país sin mi permiso. ¿Olvidas que estabas en mi reino,
utilizando el camino que mi pueblo abrió una vez? ¿Acaso por tres veces no
acosasteis e importunasteis a mi gente en el bosque, y despertasteis a las arañas
con vuestros gritos y tumultos? ¡Después de todo el disturbio que habéis
provocado tengo derecho a saber qué os trae por aquí, y si no me lo contáis
ahora, os encerraré a todos hasta que hayáis aprendido a ser sensatos y a tener