Page 245 - El Hobbit
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reflejo, tan mortal era la rabia de las manos que las esgrimían. Tan pronto como
      la horda de los enemigos aumentó en el valle, les lanzaron una lluvia de flechas,
      y  todas  resplandecían  como  azuzadas  por  el  fuego.  Detrás  de  las  flechas,  un
      millar de lanceros bajó de un salto y embistió. Los chillidos eran ensordecedores.
      Las rocas se tiñeron de negro con la sangre de los trasgos.
        Y cuando los trasgos se recobraron de la furiosa embestida, y detuvieron la
      carga  de  los  elfos,  todo  el  valle  estalló  en  un  rugido  profundo.  Con  gritos  de
      « ¡Moria!»   y  « ¡Dain,  Dain!» ,  los  enanos  de  las  Colinas  de  Hierro  se
      precipitaron  sobre  el  otro  flanco,  empuñando  los  azadones,  y  junto  con  ellos
      llegaron los hombres del Lago armados con largas espadas.
        El pánico dominó a los trasgos; y cuando se dieron vuelta para enfrentar este
      ataque, los elfos cargaron otra vez con bríos renovados. Ya muchos de los trasgos
      huían  río  abajo  para  escapar  de  la  trampa;  y  muchos  de  los  lobos  se  volvían
      contra  ellos  mismos,  y  destrozaban  a  muertos  y  heridos.  La  victoria  parecía
      inmediata cuando un griterío sonó en las alturas.
        Unos  trasgos  habían  escalado  la  Montaña  por  la  otra  parte,  y  muchos  ya
      estaban  sobre  la  Puerta,  en  la  ladera,  y  otros  corrían  temerariamente  hacia
      abajo,  sin  hacer  caso  de  los  que  caían  chillando  al  precipicio,  para  atacar  las
      estribaciones desde encima. A cada una de estas estribaciones se podía llegar por
      caminos que descendían de la masa central de la Montaña; los defensores eran
      pocos  y  no  podrían  cerrarles  el  paso  durante  mucho  tiempo.  La  esperanza  de
      victoria se había desvanecido del todo. Sólo habían logrado contener la primera
      embestida de la marea negra.
        El día avanzó. Otra vez los trasgos se reunieron en el valle. Luego vino una
      horda  de  wargos,  brillantes  y  negros  como  cuervos,  y  con  ellos  la  guardia
      personal  de  Bolgo,  trasgos  de  enorme  talla,  con  cimitarras  de  acero.  Pronto
      llegaría  la  verdadera  oscuridad,  en  un  cielo  tormentoso;  mientras,  los
      murciélagos revoloteaban aún alrededor de las cabezas y los oídos de hombres y
      elfos, o se precipitaban como vampiros sobre las gentes caídas. Bardo luchaba
      aun defendiendo la estribación del este, y sin embargo retrocedía poco a poco;
      los señores elfos estaban en la nave del brazo sur, alrededor del rey, cerca del
      puesto de observación de la Colina del Cuervo.
        De súbito se oyó un clamor, y desde la Puerta llamó una trompeta. ¡Habían
      olvidado  a  Thorin!  Parte  del  muro,  movido  por  palancas,  se  desplomó  hacia
      afuera cayendo con estrépito en la laguna. El Rey bajo la Montaña apareció en
      el  umbral,  y  sus  compañeros  lo  siguieron.  Las  capas  y  capuchones  habían
      desaparecido;  llevaban  brillantes  armaduras  y  una  luz  roja  les  brillaba  en  los
      ojos. El gran enano centelleaba en la oscuridad como oro en un fuego mortecino.
        Los trasgos arrojaron rocas desde lo alto; pero los enanos siguieron adelante,
      saltaron hasta el pie de la cascada y corrieron a la batalla. Lobos y jinetes caían
      o huían ante ellos. Thorin manejaba el hacha con mandobles poderosos, y nada
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