Page 79 - El Hobbit
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izquierda, eso es —y así una vez y otra.
        A medida que la cuenta crecía, aflojó el paso sollozando y temblando. Pues
      cada vez se alejaba más del agua, y tenía miedo. Los trasgos acechaban quizá, y
      él había perdido el anillo. Por fin se detuvo ante una abertura baja, a la izquierda.
        —Siete a la derecha, sí. Seis a la izquierda, ¡bien! —susurró—. Éste es. Éste
      es el camino de la puerta trasera. ¡Aquí está el pasadizo!
        Miró  hacia  adentro  y  se  retiró,  vacilando.  —Pero  no  nos  atreveremos  a
      entrar,  preciosso,  no  nos  atreveremos.  Hay  trasgos  allá  abajo.  Montones  de
      trasgoss. Los olemos. ¡Sss!
        » ¿Qué podemos hacer? ¡Malditos y aplastados sean! Tenemos que esperar
      aquí, preciosso, esperar un momento y observar.
        Y así se detuvieron. Al fin y al cabo, Gollum había traído a Bilbo hasta la
      salida, ¡pero Bilbo no podía cruzarla! Allí estaba Gollum, acurrucado justamente
      en la abertura, y los ojos le brillaban fríos mientras movía la cabeza a un lado y a
      otro entre las rodillas.
        Bilbo  se  arrastró,  apartándose  de  la  pared,  más  callado  que  un  ratón;  pero
      Gollum se enderezó enseguida y venteó en torno y los ojos se le pusieron verdes.
      Siseó, en un tono bajo aunque amenazador. No podía ver al hobbit, pero ahora
      estaba atento, y tenía otros sentidos que la oscuridad había aguzado: olfato y oído.
      Parecía que se había agachado, con las palmas de las manos extendidas sobre el
      suelo, la cabeza estirada hacia adelante y la nariz casi tocando la piedra. Aunque
      era sólo una sombra negra en el brillo de sus propios ojos, Bilbo alcanzaba a verlo
      o sentirlo: tenso como la cuerda de un arco, dispuesto a saltar.
        Bilbo casi dejó de respirar y también se quedó quieto. Estaba desesperado.
      Tenía que escapar, salir de aquella horrible oscuridad mientras le quedara alguna
      fuerza. Tenía que luchar. Tenía que apuñalar a la asquerosa criatura, sacarle los
      ojos, matarla. Quería matarlo a él. No, no sería una lucha limpia. Él era invisible
      ahora.  Gollum  no  tenía  espada.  No  había  amenazado  matarlo,  o  no  lo  había
      intentado aún. Y era un ser miserable, solitario, perdido. Una súbita comprensión,
      una piedad mezclada con horror asomó en el corazón de Bilbo: un destello de
      interminables días iguales, sin luz ni esperanza de algo mejor, dura piedra, frío
      pescado,  pasos  furtivos,  y  susurros.  Todos  estos  pensamientos  se  le  cruzaron
      como un relámpago. Se estremeció. Y entonces, de pronto, en otro relámpago,
      como animado por una energía y una resolución nuevas, saltó hacia adelante.
        No un gran salto para un hombre, pero un salto a ciegas. Saltó directamente
      sobre  la  cabeza  de  Gollum,  a  una  distancia  de  siete  pies  y  tres  de  altura;  por
      cierto, y no lo sabía, apenas evitó que se le destrozara el cráneo contra el arco del
      túnel.
        Gollum se lanzó hacia atrás e intentó atrapar al hobbit cuando volaba sobre él,
      pero  demasiado  tarde:  las  manos  golpearon  el  aire  tenue,  y  Bilbo,  cayendo
      limpiamente sobre los pies vigorosos, se precipitó a bajar por el nuevo pasadizo.
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