Page 75 - El Hobbit
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que recoger cosas, sí, cosas que nos ayuden.
        —¡Bien,  apresúrate!  —dijo  Bilbo,  aliviado  al  pensar  que  Gollum  se
      marchaba. Creía que sólo se estaba excusando, y que no pensaba volver. ¿De qué
      hablaba  Gollum?  ¿Qué  cosa  útil  podía  guardar  en  el  lago  oscuro?  Pero  se
      equivocaba. Gollum pensaba volver. Estaba enfadado ahora y hambriento. Y era
      una miserable y malvada criatura y ya tenía un plan.
        No  muy  lejos  estaba  su  isla,  de  la  que  Bilbo  nada  sabía;  y  allí,  en  un
      escondrijo, guardaba algunas sobras miserables y una cosa muy hermosa, muy
      maravillosa. Tenía un anillo, un anillo de oro, un anillo precioso.
        —¡Mi regalo de cumpleaños! —murmuraba, como había hecho a menudo en
      los  oscuros  días  interminables—.  Eso  es  lo  que  ahora  queremoss,  sí,  ¡lo
      queremoss!
        Lo quería porque era un anillo de poder, y si os lo poníais en el dedo, erais
      invisibles.  Sólo  a  la  plena  luz  del  sol  podrían  veros,  y  sólo  por  la  sombra,
      temblorosa y tenue.
        —¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Llegó a mí el día de mi cumpleaños, preciosso
      mío!  —Así  monologaba  Gollum.  Pero  nadie  sabe  cómo  Gollum  había
      conseguido  aquel  regalo,  hacía  siglos,  en  los  viejos  días,  cuando  tales  anillos
      abundaban en el mundo. Quizá ni el propio Amo que los gobernaba a todos podía
      decirlo.  Al  principio  Gollum  solía  llevarlo  puesto  hasta  que  le  cansó,  y  desde
      entonces lo guardó en una bolsa pegada al cuerpo, hasta que le lastimó la piel, y
      desde  entonces  lo  tuvo  escondido  en  una  roca  de  la  isla,  y  siempre  volvía  a
      mirarlo. Y aún a veces se lo ponía, cuando no aguantaba estar lejos de él ni un
      momento  más,  o  cuando  estaba  muy,  muy  hambriento,  y  harto  de  pescado.
      Entonces se arrastraba por pasadizos oscuros, en busca de trasgos extraviados. Se
      aventuraba  incluso  en  sitios  donde  había  antorchas  encendidas  que  lo  hacían
      parpadear  y  le  irritaban  los  ojos.  Estaba  seguro,  oh,  sí,  muy  seguro.  Nadie  lo
      veía,  nadie  notaba  que  estaba  allí  hasta  que  les  apretaba  la  garganta  con  las
      manos. Lo había llevado puesto, hacía sólo unas pocas horas y había capturado
      un pequeño trasgo. ¡Cómo había chillado! Aún le quedaban uno o dos huesos por
      roer, pero deseaba algo más tierno.
        —Muy seguro, sí —se decía—. No nos verá, ¿verdad, preciosso mío? No, y la
      asquerosa espadita será inútil, ¡sí, bastante inútil!
        Eso es lo que escondía en su pequeña mollera malvada mientras se apartaba
      bruscamente de Bilbo y chapoteaba hacia el bote, perdiéndose en la oscuridad.
      Bilbo creyó que nunca lo volvería a oír; aun así, esperó un rato, pues no tenía idea
      de  cómo  encontrar  solo  el  camino  de  salida.  De  pronto,  oyó  un  chillido.  Un
      escalofrío  le  bajó  por  la  espalda.  Gollum  maldecía  y  se  lamentaba  en  las
      tinieblas, no muy lejos. Estaba en su isla, revolviendo aquí y allá, buscando y
      rebuscando en vano.
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