Page 80 - El Hobbit
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No se volvió a mirar qué hacía Gollum. Al principio oyó siseos y maldiciones
      detrás  de  él,  muy  cerca;  luego  cesaron.  Casi  enseguida  sonó  un  aullido  que
      helaba la sangre, un grito de odio y desesperación. Gollum estaba derrotado. No
      se atrevía a ir más lejos, había perdido: había perdido su presa, y había perdido
      también la única cosa que había cuidado alguna vez, su preciosso. El aullido dejó
      a Bilbo con el corazón en la boca. Ya débil como un eco, pero amenazadora, la
      voz venía desde atrás.
        —¡Ladrón, ladrón, ladrón! ¡Bolsón! ¡Lo odiamos, lo odiamos, lo odiamos, lo
      odiamos para siempre!
        No se oyó nada más. Pero el silencio también le parecía amenazador a Bilbo.
      « Si los trasgos están tan cerca que él puede olerlos» , pensó, « tienen que haber
      oído las maldiciones y chillidos. Cuidado ahora, o esto te llevará a cosas peores» .
        El  pasadizo  era  bajo  y  de  paredes  toscas.  No  parecía  muy  difícil  para  el
      hobbit,  excepto  cuando,  a  pesar  de  andar  con  mucho  cuidado,  tropezaba  de
      nuevo, y así muchas veces, golpeándose los dedos de los pies contra las piedras
      del suelo, molestas y afiladas. « Un poco bajo para los trasgos, al menos para los
      grandes» , pensaba Bilbo, no sabiendo que aún los más grandes, los orcos de las
      montañas, avanzan encorvados a gran velocidad, con las manos casi en el suelo.
        Pronto el pasadizo, que había estado bajando, comenzó a subir otra vez, y de
      pronto ascendió abruptamente. Bilbo tuvo que aflojar la marcha, pero por fin la
      cuesta acabó; luego de un recodo, el pasadizo descendió de nuevo, y allá, al pie
      de una corta pendiente, vio que del costado de otro recodo venía un reflejo de luz.
      No una luz roja, como de linterna o de fuego, sino una luz pálida de aire libre.
      Bilbo echó a correr.
        Corriendo tanto como le aguantaban las piernas, dobló el último recodo y se
      encontró en medio de un espacio abierto, donde la luz, luego de todo aquel tiempo
      a oscuras, parecía deslumbrante. En verdad, era sólo la luz del sol, que se filtraba
      por  el  hueco  de  una  puerta  grande,  una  puerta  de  piedra  que  habían  dejado
      entornada.
        Bilbo  parpadeó,  y  de  pronto  vio  a  los  trasgos:  trasgos  armados  de  pies  a
      cabeza,  con  las  espadas  desenvainadas,  sentados  a  la  vera  de  la  puerta  y
      observándolo  con  los  ojos  abiertos,  observando  el  pasadizo  por  donde  había
      aparecido. Estaban preparados, atentos, dispuestos a cualquier cosa.
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