Page 89 - El Hobbit
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bosque de pinos que trepaba desde el más oscuro e impenetrable de los bosques
del valle hasta la falda misma de la montaña. Algunos se aferraron a los troncos
y se balancearon en las ramas más bajas, otros (como el pequeño hobbit) se
escondieron detrás de un árbol para evitar las embestidas furiosas de las rocas.
Pronto, el peligro pasó; el deslizamiento se había detenido, y alcanzaron a oír los
últimos estruendos mientras los peñascos más voluminosos rebotaban y daban
vueltas entre los helechos y las raíces de pino allá abajo.
—¡Bueno! Nos ha costado un poco —dijo Gandalf—, y aún a los trasgos que
nos rastreen les costará bastante descender hasta aquí en silencio.
—Quizá —gruñó Bombur—, pero no les será difícil tirarnos piedras a la
cabeza. —Los enanos (y Bilbo) estaban lejos de sentirse contentos, y se
restregaban las piernas y los pies lastimados y magullados.
—¡Tonterías! Aquí dejaremos el sendero de la pendiente. ¡Deprisa, tenemos
que apresurarnos! ¡Mirad la luz!
Hacía largo rato que el sol se había ocultado tras la montaña. Ya las sombras
eran más negras alrededor, aunque allá lejos, entre los árboles y sobre las copas
negras de los que crecían más abajo, podían ver todavía las luces de la tarde en
las llanuras distantes. Bajaban cojeando ahora, tan rápido como podían, por la
pendiente menos abrupta de un pinar, por un inclinado sendero que los conducía
directamente hacia el sur. En ocasiones se abrían paso entre un mar de helechos
de altas frondas que se levantaban por encima de la cabeza del hobbit; otras
veces marchaban con la quietud del silencio, sobre un suelo de agujas de pino; y
durante todo ese tiempo la lobreguez se iba haciendo más pesada y la calma del
bosque más profunda. No había viento aquel atardecer que moviera al menos
con un susurro de mar las ramas de los árboles.
—¿Tenemos que seguir todavía más? —preguntó Bilbo cuando en la oscuridad del
bosque apenas alcanzaba a distinguir la barba de Thorin que ondeaba junto a él y
la respiración de los enanos sonaba en el silencio como un fuerte ruido—. Tengo
los dedos de los pies torcidos y magullados, me duelen las piernas, y mi
estómago se balancea como una bolsa vacía.
—Un poco más —dijo Gandalf.
Luego de lo que pareció siglos más, salieron de pronto a un espacio abierto sin
árboles. La luna estaba alta y brillaba en el claro. De algún modo todos tuvieron
la impresión de que no era precisamente un lugar agradable, aunque no se veía
nada sospechoso.
De súbito oyeron un aullido, lejos, colina abajo, un aullido largo y
estremecedor. Le contestó otro, lejos, a la derecha, y muchos más, más cerca de
ellos; luego otro, no muy lejano, a la izquierda. ¡Eran lobos que aullaban a la
luna, lobos que llamaban a la manada!