Page 94 - El Hobbit
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que eran amigos de los leñadores y habían venido a espiarlos, y advertirían a los
valles, con lo cual trasgos y lobos tendrían que librar una terrible batalla en vez de
capturar prisioneros y devorar gentes arrancadas bruscamente del sueño. De
modo que los wargos no tenían intención de alejarse y permitir que la gente de
los árboles escapase; de ninguna manera, no hasta la mañana. Y mucho antes,
dijeron, los soldados trasgos vendrán, bajando de las montañas; y los trasgos
pueden trepar a los árboles, o derribarlos.
Ahora podéis comprender por qué Gandalf, escuchando esos gruñidos y
aullidos, empezó a tener un miedo espantoso, mago como era, y a sentir que
estaban en un pésimo lugar y todavía no habían escapado del todo. Sin embargo,
no les dejaría el camino libre, aunque mucho no podía hacer aferrado a un gran
árbol con lobos por doquier allá en el suelo. Arrancó unas piñas enormes de las
ramas y enseguida prendió fuego a una de ellas con una brillante llama azul, y la
arrojó zumbando hacia el círculo de lobos. Alcanzó a uno en el lomo, y la piel
velluda empezó a arder, con lo cual la bestia saltó de un lado a otro aullando
horriblemente. Luego cayó otra piña y otra, con llamas azules, rojas o verdes.
Estallaban en el suelo, en medio del círculo, y se esparcían alrededor en chispas
coloreadas y humo. Una especialmente grande golpeó el hocico del lobo jefe,
que saltó diez pies en el aire, y se lanzó dando vueltas y vueltas alrededor del
círculo, con tanta cólera y tanto miedo que mordía y lanzaba dentelladas aún a
los otros lobos.
Los enanos y Bilbo gritaron y vitorearon. Era terrible ver la rabia de los lobos,
y el tumulto que hacían llenaba toda la floresta. Los lobos tienen miedo del fuego
en cualquier circunstancia, pero éste era un fuego muy extraño y horroroso. Si
una chispa les tocaba la piel, se pegaba y les quemaba los pelos, y a menos que
se revolcasen rápido, pronto estaban envueltos en llamas. Muy pronto los lobos
estaban revolcándose por todo el claro una y otra vez para quitarse las chispas de
los lomos, mientras aquellos que ya ardían, corrían aullando y pegando fuego a
los demás, hasta que eran ahuyentados por sus propios compañeros, y huían
pendiente abajo, chillando y gimoteando y buscando agua.
—¿Qué es todo ese tumulto en el bosque? —dijo el Señor de las Águilas;
estaba posado, negro a la luz de la luna, en la cima de una solitaria cumbre
rocosa del borde oriental de las montañas—. ¡Oigo voces de lobos! ¿Andarán los
trasgos de fechorías en los bosques?
Se elevó en el aire, e inmediatamente dos de los guardianes del Señor lo
siguieron saltando desde las rocas de los lados. Volaron en círculos arriba en el
cielo, y observaron el anillo de los wargos, un minúsculo punto muy, muy abajo.
Pero las águilas tienen ojos penetrantes y pueden ver cosas pequeñas desde una
gran distancia. El Señor de las Águilas de las Montañas Nubladas tenía ojos
capaces de mirar al sol sin un parpadeo y de ver un conejo que se movía allá
abajo a una milla a la luz pálida de la luna. De modo que aunque no alcanzaba a