Page 110 - El Señor de los Anillos
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mirando las llamas.
Maggot lo observó pensativamente.
—Veo que tiene usted sus propias ideas —dijo—. Es claro como el agua que
ni usted ni el jinete vinieron en la misma tarde por casualidad y quizá mis noticias
no son muy nuevas para usted, después de todo. No le pido que me diga algo que
quiera guardar en secreto, pero me doy cuenta de que está preocupado. Tal vez
piensa que no le será muy fácil llegar a Balsadera sin que le pongan las manos
encima.
—Así es —dijo Frodo—, pero tenemos que intentarlo y no lo conseguiremos
si nos quedamos aquí sentados pensando en el asunto. Así pues, temo que
debamos partir. ¡Muchas gracias por su amabilidad! Usted y sus perros me han
aterrorizado durante casi treinta años, granjero Maggot, aunque se ría al oírlo.
Lástima, pues he perdido un buen amigo y ahora lamento tener que partir tan
pronto. Quizá vuelva un día, si me acompaña la suerte.
—Será bien recibido —dijo Maggot—. Pero tengo una idea. Ya está
anocheciendo y cenaremos de un momento a otro, pues por lo general nos
vamos a acostar poco después que el sol. Si usted y el señor Peregrin y todos
quisiesen quedarse a tomar un bocado con nosotros, nos sentiríamos muy
complacidos.
—¡Nosotros también! —dijo Frodo—. Pero tenemos que partir en seguida.
—¡Ah!, pero un minuto. Iba a decir que después de cenar sacaré una
pequeña carreta y los llevaré a todos a Balsadera. Les evitaré una larga caminata
y quizá también otras dificultades.
Frodo aceptó agradecido la invitación, para alivio de Pippin y Sam. El sol se
había escondido ya tras las colinas del oeste y la luz declinaba. Aparecieron dos
de los hijos de Maggot y las tres hijas y sirvieron una cena generosa en la mesa
grande. La cocina fue iluminada con velas y reavivaron el fuego. La señora
Maggot iba y venía. En seguida entraron uno o dos hobbits del personal de la
granja; poco después eran catorce a la mesa. Había cerveza en abundancia y
una fuente de setas y tocino, además de otras muchas suculentas viandas caseras.
Los perros estaban sentados junto al fuego, royendo cortezas y triturando huesos.
Terminada la cena, el granjero y sus hijos llevaron fuera un farol y
prepararon la carreta. Cuando salieron los invitados, ya había oscurecido.
Cargaron bultos en la carreta y subieron. El granjero se sentó en el banco del
conductor y azuzó con el látigo a los dos vigorosos poneys. La señora Maggot lo
miraba de pie desde la puerta iluminada.
—¡Ten cuidado, Maggot! —exclamó—. ¡No discutas con extraños y vuelve
aquí directamente!
—Eso haré —dijo Maggot, cruzando el portón.
La noche era apacible, silenciosa y fresca. Partieron sin luces, lentamente.
Luego de una o dos millas llegaron al extremo del camino, cruzaron una fosa