Page 1139 - El Señor de los Anillos
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—Bueno, supongo que es hora de que nos ocupemos del « Jefe» .
        —Sí, y cuanto antes mejor —dijo Merry—. ¡Y no seas demasiado blando! Él
      es el responsable de haber traído a la Comarca a esos rufianes, y de todos los
      males que han causado.
        El granjero Coto reunió una escolta de unas dos docenas de hobbits fornidos.
        —Porque eso de que no quedan más rufianes en Bolsón Cerrado es una mera
      suposición —dijo—. No sabemos.
        Se pusieron en camino, a pie. Frodo, Sam, Merry y Pippin encabezaban la
      marcha.
        Fue una de las horas más tristes en la vida de los hobbits. Allí, delante de ellos,
      se erguía la gran chimenea; y a medida que se acercaban a la vieja aldea en la
      margen opuesta del Delagua, entre la doble hilera de sórdidas casas nuevas que
      flanqueaban el camino, veían el nuevo molino en toda su hostil y sucia fealdad:
      una gran construcción de ladrillos a horcajadas sobre las dos orillas del río, cuyas
      aguas  emponzoñaba  con  efluvios  humeantes  y  pestilentes.  Y  a  lo  largo  del
      camino, todos los árboles habían sido talados.
        Un nudo se les cerró en la garganta cuando atravesaron el puente y miraron
      hacia la colina. Ni aun la visión de Sam en el Espejo los había preparado para ese
      momento.  La  vieja  alquería  de  la  orilla  occidental  había  sido  demolida  y
      reemplazada  por  hileras  de  cobertizos  alquitranados.  Todos  los  castaños  habían
      desaparecido. Las barrancas y los setos estaban destrozados. Grandes carretones
      inundaban en desorden un campo castigado y arrasado. Bolsón de Tirada era una
      bostezante  cantera  de  arena  y  piedra  triturada.  Más  arriba,  Bolsón  Cerrado  se
      ocultaba detrás de unas barracas.
        —¡Lo han derribado! —gritó Sam—. ¡Han derribado el Árbol de la Fiesta! —
      Señaló  el  lugar  donde  se  había  alzado  el  árbol  a  cuya  sombra  Bilbo  había
      pronunciado el Discurso de Despedida. Yacía seco en medio del campo. Como si
      aquello fuera la gota que colmaba el cáliz, Sam se echó a llorar.
        Una risa acabó con las lágrimas. Un hobbit de expresión hosca holgazaneaba
      recostado contra el muro del patio del molino.
        —¿No  te  gusta,  Sam?  —dijo,  burlón—.  Pero  tú  siempre  fuiste  un  corazón
      tierno. Creía que te habías ido en uno de esos barcos de los que tanto hablabas, a
      navegar, a navegar. ¿A qué has vuelto? Ahora tenemos mucho que hacer en la
      Comarca.
        —Ya lo veo —dijo Sam—. No hay tiempo para lavarse, pero sí para sostener
      paredes. Escuche, señor Arenas, yo tengo una cuenta que ajustar en esta aldea, y
      no venga a alargarla con burlas, o le resultará demasiado salada para su bolsillo.
        Ted Arenas escupió por encima del muro.
        —¡Garn! —dijo—. No puedes tocarme. Soy amigo del Jefe. Pero él te tocará
      a ti, te lo aseguro, si te atreves a abrir la boca otra vez.
        —¡No pierdas más tiempo con ese tonto, Sam! —dijo Frodo—. Espero que no
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