Page 174 - El Señor de los Anillos
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Pippin, que ahora se sentían muy cómodos y charlaban animadamente sobre los
      acontecimientos  de  la  Comarca.  Pippin  provocó  una  buena  cantidad  de
      carcajadas  contando  cómo  se  vino  abajo  el  techo  en  la  alcaldía  de  Cavada
      Grande. Will Pieblanco, el alcalde y el más gordo de los hobbits en la Cuaderna
      del Oeste, había emergido envuelto en yeso, como un pastel enharinado. Pero se
      hicieron  también  muchas  preguntas,  que  inquietaron  a  Frodo.  Uno  de  los
      habitantes de Bree, que parecía haber estado varias veces en la Comarca, quiso
      saber dónde habitaban los Sotomonte y con quién estaban emparentados.
        De  pronto  Frodo  notó  que  un  hombre  de  rostro  extraño,  curtido  por  la
      intemperie,  sentado  en  la  sombra  cerca  de  la  pared,  escuchaba  también  con
      atención la charla de los hobbits. Tenía un tazón delante de él y fumaba una pipa
      de caño largo, curiosamente esculpida. Las piernas extendidas mostraban unas
      botas de cuero blando, que le calzaban bien, pero que habían sido muy usadas y
      estaban  ahora  cubiertas  de  barro.  Un  manto  pesado,  de  color  verde  oliva,
      manchado por muchos viajes, le envolvía ajustadamente el cuerpo y a pesar del
      calor que había en el cuarto llevaba una capucha que le ensombrecía la cara; sin
      embargo,  se  le  alcanzaba  a  ver  el  brillo  de  los  ojos,  mientras  observaba  a  los
      hobbits.
        —¿Quién es? —susurró Frodo cuando tuvo cerca al señor Mantecona—. No
      recuerdo que usted nos haya presentado.
        —¿El?  —respondió  el  posadero  en  voz  baja,  apuntando  con  un  ojo  y  sin
      volver la cabeza—. No lo sé muy bien. Es uno de esos que van de un lado a otro.
      Montaraces,  los  llamamos.  Habla  raras  veces,  aunque  sabe  contar  una  buena
      historia cuando tiene ganas. Desaparece durante un mes, o un año, y se presenta
      aquí de nuevo. Se fue y vino muchas veces en la primavera pasada, pero no lo
      veía desde hace tiempo. El nombre verdadero nunca lo oí, pero por aquí se le
      conoce como Trancos. Anda siempre a grandes pasos, con esas largas zancas
      que  tiene,  aunque  nadie  sabe  el  porqué  de  tanta  prisa.  Pero  no  hay  modo  de
      entender  a  los  del  Este  y  tampoco  a  los  del  Oeste,  como  decimos  en  Bree,
      refiriéndonos a los montaraces y a las gentes de la Comarca, con el perdón de
      usted. Raro que me lo haya preguntado.
        Pero  en  ese  momento  alguien  llamó  pidiendo  más  cerveza  y  el  señor
      Mantecona se fue dejando en el aire su última frase.
      Frodo  notó  que  Trancos  estaba  ahora  mirándolo,  como  si  hubiera  oído  o
      adivinado todo lo que se había dicho. Casi en seguida, con un movimiento de la
      mano y un cabeceo, invitó a Frodo a que se sentara junto a él. Frodo se acercó y
      el  hombre  se  sacó  la  capucha  descubriendo  una  hirsuta  cabellera  oscura  con
      mechones canosos y un par de ojos grises y perspicaces en una cara pálida y
      severa.
        —Me llaman Trancos —dijo con una voz grave—. Me complace conocerlo,
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