Page 226 - El Señor de los Anillos
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—¿Has estado a menudo en Rivendel? —dijo Frodo.
        —Sí —respondió Trancos—, viví allí un tiempo y vuelvo siempre que puedo.
      Mi corazón está allí, pero mi destino no es vivir en paz, ni siquiera en la hermosa
      casa de Elrond.
      Las colinas comenzaron a cercarlos. El camino retrocedía de nuevo hacia el río,
      pero ahora ya no lo veían. Al fin entraron en un valle largo, estrecho, profundo,
      sombrío y silencioso. Unos árboles de viejas y retorcidas raíces colgaban de los
      riscos y se amontonaban detrás en laderas de pinos.
        Los hobbits estaban muy cansados y avanzaban lentamente, abriéndose paso
      entre  rocas  y  árboles  caídos.  Trataban  de  evitar  todo  lo  posible  los  terrenos
      escarpados, en beneficio de Frodo, y era en verdad difícil encontrar un camino
      que los ayudara a escalar las paredes de los valles. Llevaban dos días caminando
      por  esta  región  cuando  empezó  a  llover.  El  viento  sopló  del  oeste  vertiendo  el
      agua  de  los  mares  lejanos  sobre  las  cabezas  oscuras  de  las  lomas  en  una
      penetrante llovizna. Cuando llegó la noche estaban calados hasta los huesos y no
      les sirvió de mucho acampar, pues no pudieron encender ningún fuego. Al día
      siguiente los montes se hicieron todavía más altos y escarpados obligándolos a
      desviarse  de  la  ruta  y  doblar  hacia  el  norte.  Trancos  parecía  cada  vez  más
      inquieto; habían pasado diez días desde que dejaran atrás la Cima de los Vientos y
      las provisiones comenzaban a escasear. La lluvia no amainaba.
        Aquella  noche  acamparon  en  una  estribación  rocosa;  una  gruta  poco
      profunda, un simple agujero, se abría en el muro de piedra. La herida le dolía
      más que nunca a Frodo, a causa del frío y la humedad, y sentía el cuerpo helado
      y  no  podía  dormir.  Se  volvía  acostado  a  un  lado  y  a  otro,  escuchando
      medrosamente los furtivos ruidos nocturnos: el viento en las grietas de las rocas,
      el agua que goteaba, un crujido, una piedra suelta que rodaba por la pendiente.
      Sintió que unas formas negras se le acercaban queriendo sofocarlo, pero cuando
      se sentó no vio sino la espalda de Trancos, sentado, con las piernas recogidas,
      fumando  en  pipa  y  vigilando.  Se  acostó  de  nuevo  y  se  deslizó  en  un  sueño
      intranquilo y soñó que se paseaba por el césped del jardín de la Comarca, pero el
      jardín era borroso e indistinto, menos nítido que las sombras altas y oscuras que
      lo miraban por encima del seto.
        Cuando despertó a la mañana, había dejado de llover. Las nubes eran todavía
      espesas, pero estaban abriéndose, descubriendo pálidas franjas de azul. El viento
      cambiaba de nuevo. No partieron en seguida. Luego del desayuno frío y escaso,
      Trancos  se  alejó  solo,  diciéndoles  a  los  otros  que  lo  esperaran  al  abrigo  del
      acantilado.  Trataría  de  llegar  arriba,  si  le  era  posible,  para  observar  la
      configuración del territorio.
        Regresó bastante desanimado.
        —Nos  hemos  alejado  demasiado  hacia  el  norte  —dijo—  y  tenemos  que
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