Page 426 - El Señor de los Anillos
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acercándose al país de las colinas grises de Emyn Muil, la frontera sur de las
      Tierras Ásperas.
        Había  muchos  pájaros  en  los  acantilados  y  las  chimeneas  de  piedra,  y
      durante todo el día unas bandadas habían estado revoloteando allá arriba, negras
      contra  el  cielo  pálido.  Mientras  descansaban  en  el  campamento,  Aragorn
      observaba los vuelos con aire receloso, preguntándose si Gollum no habría hecho
      de las suyas y las noticias de la expedición no estarían propasándose ya por el
      desierto.  Luego,  cuando  se  ponía  el  sol  y  la  Compañía  estaba  atareada
      preparándose para partir otra vez, alcanzó a ver un punto oscuro que se movía a
      la  luz  moribunda:  un  pájaro  grande  que  volaba  muy  alto  y  lejos,  ya  dando
      vueltas, ya volando lentamente hacia el sur.
        —¿Qué es eso, Legolas? —preguntó apuntando al cielo del norte—. ¿Es como
      yo creo un águila?
        —Sí  —dijo  Legolas—.  Es  un  águila  de  caza.  Me  pregunto  qué  presagiará.
      Estamos lejos de los montes.
        —No partiremos hasta que sea noche cerrada —dijo Aragorn.
        Llegó  la  noche  octava  del  viaje.  Era  una  noche  silenciosa  y  tranquila;  el
      viento  gris  del  este  había  cesado.  El  delgado  creciente  de  la  luna  había  caído
      temprano  en  la  pálida  puesta  de  sol,  pero  el  cielo  era  todavía  claro  arriba  y
      aunque  allá  lejos  en  el  sur  había  grandes  franjas  de  nubes  que  brillaban  aún
      débilmente, en el oeste resplandecían las estrellas.
        —¡Vamos! —dijo Aragorn—. Correremos el riesgo de otra jornada nocturna.
      Estamos  llegando  a  unos  tramos  del  río  que  no  conozco  bien,  pues  nunca  he
      viajado aquí por el agua, no entre este sitio y los rápidos de Sarn Gebir. Pero estos
      rápidos, si no me equivoco, están aún a muchas millas. Nos encontraremos con
      muchos  peligros  antes  de  llegar:  rocas  e  islotes  de  piedra  en  la  corriente.
      Abramos bien los ojos y no rememos demasiado rápido.
        A Sam que iba en el borde de delante le fue encomendada la tarea de vigía.
      Tendido en la proa, clavaba los ojos en la oscuridad. La noche era cada vez más
      oscura,  pero  arriba  las  estrellas  brillaban  de  un  modo  extraño  y  había  un
      resplandor sobre la superficie del río. No faltaba mucho para la medianoche y
      desde hacía tiempo se dejaban llevar por la corriente, recurriendo raramente a
      las palas, cuando de pronto Sam dio un grito. Delante, a unos pocos metros, se
      alzaban unas formas y se oían los remolinos de unas aguas rápidas. Una fuerte
      corriente  iba  hacia  la  izquierda,  donde  el  cauce  no  presentaba  obstáculos.
      Mientras el agua los llevaba así a un lado, los viajeros alcanzaron a ver, ahora
      muy  de  cerca,  las  blancas  espumas  del  río  que  golpeaban  unas  rocas
      puntiagudas,  inclinadas  hacia  adelante  como  una  hilera  de  dientes.  Los  botes
      estaban todos agrupados.
        La barca de Boromir golpeó contra la de Aragorn.
        —¡Eh, Aragorn! —gritó Boromir—. ¡Esto es una locura! ¡No podemos cruzar
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