Page 428 - El Señor de los Anillos
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remaron esforzadamente hacia la orilla occidental y se detuvieron a tomar
aliento a la sombra de unos arbustos que se inclinaban sobre el río.
Legolas dejó la pala y tomó el arco que había traído de Lórien. Luego saltó a
tierra y subió unos pocos pasos por la orilla. Puso una flecha en el arco, estiró la
cuerda y se volvió a mirar por encima del río en la oscuridad. Del otro lado
venían unos gritos estridentes, pero no se veía nada.
Frodo miró al elfo que se erguía allí arriba, observando la noche, buscando un
blanco. Sobre la cabeza sombría había una corona de estrellas blancas que
resplandecían vivamente en los charcos negros del cielo. Pero ahora, elevándose
y navegando desde el sur, las grandes nubes avanzaron enviando unos
adelantados oscuros a los campos de estrellas. Un temor repentino invadió a los
viajeros.
—Elbereth Gilthoniel! —suspiró Legolas mirando al cielo. Una sombra negra,
parecida a una nube, pero que no era una nube, pues se movía con demasiada
rapidez, vino de la oscuridad del sur y se precipitó hacia la Compañía, cegando
todas las luces mientras se acercaba. Pronto apareció como una gran criatura
alada, más negra que los pozos en la noche. Unas voces feroces le dieron la
bienvenida desde la otra orilla del río. Un escalofrío repentino le corrió por el
cuerpo a Frodo estrujándole el corazón; sentía en el hombro un frío mortal, como
el recuerdo de una vieja herida. Se agachó, como para esconderse.
De pronto el gran arco de Lórien cantó. La flecha subió silbando, desde la
cuerda élfica. Frodo alzó los ojos. Casi encima de él la forma alada retrocedió
encogiéndose. Hubo un graznido ronco y la sombra cayó del aire,
desvaneciéndose en la penumbra de la costa oriental. El cielo era claro otra vez.
Lejos se oyó un tumulto de muchas voces, que maldecían y se quejaban en la
oscuridad, y luego silencio. Ni flechas ni gritos llegaron otra vez del este aquella
noche.
Al cabo de un rato Aragorn guió las embarcaciones aguas arriba. Siguieron
tanteando la orilla del agua un cierto trecho hasta que encontraron una bahía
pequeña, poco profunda. Había unos árboles bajos cerca de la orilla y luego se
elevaba una barranca rocosa y abrupta. La Compañía decidió quedarse allí a
esperar el alba; era inútil tratar de seguir viaje de noche. No acamparon y no
encendieron un fuego, se quedaron en las barcas, amarradas juntas.
—¡Alabados sean el arco de Galadriel y la mano y el ojo de Legolas! —dijo
Gimli mientras masticaba una oblea de lembas—. ¡Un buen tiro en la oscuridad,
amigo mío!
—¿Pero quién puede decir qué blanco fue ése?
—Yo no —dijo Gimli—. Pero agradezco que la sombra no se haya acercado
más. No me gusta nada. Me recordaba demasiado a la sombra de Moria… la