Page 432 - El Señor de los Anillos
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—Lo intentaremos sin embargo, tal como somos —dijo Aragorn.
—Claro que sí —dijo Gimli—. ¡Las piernas se les doblan a los hombres
cuando el camino es duro, pero un enano nunca cae, aunque lleve una carga dos
veces más pesada que él mismo, señor Boromir!
El trabajo fue duro en verdad, pero se llevó a cabo. Descargaron los bultos de las
embarcaciones y los llevaron a la cima de la barranca. Luego sacaron las barcas
del agua y las arrastraron hasta arriba. Habían temido que fuesen mucho más
pesadas. Ni siquiera Legolas sabía de qué árbol del país élfico era aquella
madera, dura y sin embargo muy liviana. En terreno llano, Merry y Pippin
podían llevar solos la barca y con facilidad. Pero se necesitaba la fuerza de dos
hombres para transportarlas en vilo por aquel terreno; nacía en pendiente a orillas
del río y era un amontonamiento de piedras calcáreas de color gris, con muchos
agujeros escondidos, tapados con zarzas y matorrales; las matas espinosas
abundaban y también las grietas; había aquí y allá charcos pantanosos que eran
alimentados por unos hilos de agua que venían de las tierras altas del interior.
Aragorn y Boromir fueron llevando las barcas, una a una, mientras los otros
se afanaban y tambaleaban detrás con el equipaje. Al fin todo fue mudado y
depositado en el sendero. Luego, sin encontrar otros obstáculos que las plantas
rampantes y las numerosas piedras caídas, marcharon todos juntos. La niebla
colgaba todavía en velos sobre la casi desmoronada pared de roca; a la izquierda
la bruma ocultaba el río: podían oír cómo se precipitaba en espumas contra las
salientes afiladas y los dientes de piedra de Sarn Gebir, pero no lo veían. Hicieron
dos veces el viaje antes que todo estuviera a salvo en el embarcadero del sur.
Allí la senda se acercaba a la orilla, descendiendo poco a poco hasta el borde
apenas elevado de una pequeña laguna. La cuenca no parecía ser obra de alguna
mano sino de los remolinos del agua que descendía de Sarn Gebir, golpeando una
roca baja que se adentraba en el río. Más allá la orilla subía a pique en una
muralla gris y no había ningún pasaje para los que iban a pie.
La breve tarde había quedado atrás y ya caía el crepúsculo pálido y nuboso.
Los viajeros se habían sentado junto al río escuchando la confusa precipitación
de las aguas, el rugido de los rápidos ocultos en la bruma. Se sentían cansados y
con sueño, tan melancólicos como el día moribundo.
—Bueno, aquí estamos y aquí tendremos que pasar otra noche —dijo
Boromir—. Necesitamos dormir y si a Aragorn se le ha ocurrido cruzar de noche
las Puertas de Argonath… bueno, estamos todos demasiado cansados; excepto sin
duda nuestro vigoroso enano.
Gimli no replicó; cabeceaba sentado.
—Descansemos ahora todo lo posible —dijo Aragorn—. Mañana viajaremos
otra vez de día. Si el tiempo no cambia una vez más y no se pone contra nosotros,
tenemos una buena posibilidad de escurrirnos sin que nos vean desde la orilla de