Page 493 - El Señor de los Anillos
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en este suelo húmedo. —Se tanteó el cuello con las manos atadas y desprendió el
      broche que le sujetaba la capa. En el momento en que unos brazos largos y unas
      garras duras lo alzaban en vilo, soltó el broche—. Supongo que ahí se quedará
      hasta  el  fin  de  los  tiempos  —pensó—.  No  sé  por  qué  lo  hice.  Si  los  otros
      escaparon, lo más probable es que hayan ido con Frodo.
        La cola de un látigo se le enredó en las piernas y ahogó un grito.
        —¡Basta!  —gritó  Uglúk,  acercándose  de  prisa—.  Todavía  tiene  mucho  que
      correr. ¡Que los dos corran! Recurrid al látigo sólo para que no lo olviden. —Y en
      seguida añadió, volviéndose a Pippin—: Pero eso no es todo. No lo olvidaré. La
      pena sólo ha sido postergada. ¡Adelante!
      Ni Pippin ni Merry conservaron muchos recuerdos de la última parte del viaje.
      Los malos sueños y los malos despertares se confundieron en un largo túnel de
      miserias; las esperanzas iban quedando atrás, cada vez más débiles. Corrieron,
      corrieron, aunque se les doblaban las piernas, azotados de vez en cuando por una
      mano  cruel  y  hábil.  Si  se  detenían  o  trastabillaban,  los  levantaban  y  los
      arrastraban un rato.
        El  calor  de  la  bebida  orca  se  había  desvanecido.  Pippin  se  sentía  otra  vez
      helado y enfermo. De repente cayó de bruces sobre la hierba. Unas manos duras
      de uñas afiladas lo tomaron y lo alzaron. Lo cargaron como un saco una vez más
      y le pareció que la oscuridad crecía alrededor. No podía decir si era aquella la
      oscuridad de otra noche o si se estaba quedando ciego.
        De  pronto  creyó  oír  unas  voces  que  llamaban:  parecía  que  muchos  de  los
      orcos querían detenerse un momento; Uglúk gritaba. Sintió que lo arrojaban al
      suelo y se quedó allí tendido, hasta que unas pesadillas negras cayeron sobre él.
      Pero  no  escapó  mucho  tiempo  al  dolor;  las  tenazas  de  hierro  de  unas  manos
      implacables  lo  aferraron  otra  vez.  Durante  un  largo  rato  lo  empujaron  y  lo
      sacudieron y luego la oscuridad fue cediendo lentamente, y así volvió al mundo
      de  la  vigilia  y  descubrió  que  era  de  mañana.  Se  oyeron  unas  órdenes  y  lo
      echaron sobre la hierba.
        Se quedó allí un momento, luchando con la desesperación. La cabeza le daba
      vueltas, pero por el calor que sentía en el cuerpo supuso que le habían dado otro
      trago de licor. Un orco se inclinó sobre él y le echó un poco de pan y una tira de
      carne seca. Devoró ávidamente el pan grisáceo y rancio, pero no tocó la carne.
      Se sentía hambriento, aunque no tanto como para comer la carne que le daba un
      orco, la carne de quién sabe qué criatura.
        Se sentó y miró alrededor. Merry no estaba muy lejos. Habían acampado a
      orillas de un río angosto y rápido. Enfrente se elevaban unas montañas: en una de
      las cimas se reflejaban ya los primeros rayos del sol. En las faldas más bajas de
      adelante se extendía la mancha oscura de un bosque.
        Había muchos gritos y discusiones entre los orcos; parecía que en cualquier
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