Page 494 - El Señor de los Anillos
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momento iba a estallar otra pelea entre los del Norte y los Isengardos. Algunos
      señalaban el sur detrás de ellos y otros el este.
        —Muy  bien  —dijo  Uglúk—.  ¡Dejádmelos  a  mí  entonces!  Nada  de  darles
      muerte, como dije antes; pero si queréis abandonar lo que hemos venido a buscar
      desde tan lejos, abandonadlo. Yo lo cuidaré. Dejad que los aguerridos Uruk-hai
      hagan el trabajo, como de costumbre. Si tenéis miedo de los Pálidos, ¡corred!
      ¡Corred! Allí está el bosque —gritó, señalando adelante—. Id hasta allí, es vuestra
      mayor esperanza. Rápido, antes que yo derribe unas cabezas más para poner un
      poco de sentido común en el resto.
        Se oyeron unos juramentos y un ruido de cuerpos que se empujaban unos a
      otros y luego la mayoría de los norteños se separó de los otros y echó a correr,
      un  centenar  de  ellos,  atropellándose  en  desorden  a  lo  largo  del  río,  hacia  las
      montañas. Los hobbits quedaron con los Isengardos: una tropa sombría y siniestra
      de  por  lo  menos  ochenta  orcos  corpulentos  de  tez  morena,  ojos  oblicuos,  que
      llevaban grandes arcos y unas espadas cortas y de hoja ancha.
        —Y  ahora  nos  ocuparemos  de  ese  Grishnákh  —dijo  Uglúk,  pero  algunos
      orcos miraban al sur y parecían inquietos—. Sí —continuó con un gruñido—, esos
      malditos palafreneros han venido detrás de nosotros. Pero la culpa es toda tuya,
      Snaga. A ti y los otros exploradores habría que arrancarles las orejas. Pero somos
      los  combatientes.  Todavía  tendremos  un  festín  de  carne  de  caballo,  o  de  algo
      mejor.
        En ese momento Pippin vio por qué algunos orcos habían estado señalando el
      este. De allí llegaban ahora unos gritos roncos. Grishnákh reapareció y detrás una
      veintena de otros como él: orcos patizambos de brazos largos. Llevaban un ojo
      rojo pintado en los escudos. Uglúk se adelantó a recibirlos.
        —¿De modo que has vuelto? —dijo—. Lo pensaste mejor, ¿eh?
        —He vuelto a ver cómo se cumplen las órdenes y se protege a los prisioneros
      —dijo Grishnákh.
        —¿De veras? —dijo Uglúk—. Un trabajo inútil. Yo cuidaré de que las órdenes
      se cumplan. ¿Y para qué otra cosa volviste? Viniste rápido. ¿Olvidaste algo?
        —Olvidé  a  un  idiota  —gruñó  Grishnákh—.  Pero  hay  aquí  gente  de  coraje
      acompañándolo y sería una lástima que se perdiera. Sé que tú los meterías en
      dificultades. He venido a ayudarlos.
        ¡Espléndido!  rió  Uglúk.  Pero  si  eres  débil  y  escapas  al  combate,  has
      equivocado el camino. Tu ruta es la de Lugbúrz. Los Pálidos se acercan. ¿Qué le
      ha ocurrido a tu precioso Nazgûl? ¿Monta todavía un caballo muerto? Pero si lo
      has traído contigo quizá nos sea útil, si esos Nazgûl son todo lo que se cuenta.
        —Nazgûl, Nazgûl —dijo Grishnákh, estremeciéndose y pasándose la lengua
      por los labios, como si la palabra tuviera un mal sabor, desagradable—. Hablas
      de  algo  que  tus  sueños  cenagosos  no  alcanzan  a  concebir,  Uglúk  —dijo—.
      ¡Nazgûl! ¡Ah! ¡Todo lo que se cuenta! Un día desearás no haberlo dicho. ¡Mono!
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