Page 496 - El Señor de los Anillos
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« Todavía lo conseguirán. Van a escaparse» —se dijo Pippin y torciendo el
pescuezo miró con un ojo por encima del hombro. Allá a lo lejos en el este vio
que los jinetes ya habían alcanzado las líneas de los orcos, galopando en la
llanura. El sol poniente doraba las lanzas y los cascos y centelleaba sobre los
pálidos cabellos flotantes. Estaban rodeando a los orcos, impidiendo que se
dispersaran y obligándolos a seguir la línea del río.
Se preguntó con inquietud qué clase de gentes serían. Lamentaba ahora no
haber aprendido más en Rivendel y no haber mirado con mayor atención los
mapas y todo; pero en aquellos días los planes para el viaje parecían estar en
manos más competentes, y nunca se le había ocurrido que podían separarlo de
Gandalf, o de Trancos, o aun de Frodo. Todo lo que podía recordar de Rohan era
que el caballo de Gandalf, Sombragris, había venido de aquellas tierras. Esto
parecía alentador, dentro de ciertos límites.
—¿Cómo podría saber que no somos orcos? —se dijo—. No creo que aquí
hayan oído hablar de hobbits alguna vez. Tendría que regocijarme, supongo, de
que quizá los orcos sean destruidos, pero preferiría salvarme yo. —Lo más
probable era que él y Merry murieran junto con los orcos antes que los Hombres
de Rohan repararan en ellos.
Unos pocos de los jinetes parecían ser arqueros, capaces de disparar
hábilmente desde un caballo a la carrera. Acercándose rápidamente descargaron
una lluvia de flechas sobre los orcos de la desbandada retaguardia y algunos
cayeron; en seguida los jinetes dieron media vuelta poniéndose fuera del alcance
de los arcos enemigos; los orcos disparaban las flechas de cualquier modo, pues
no se atrevían a detenerse. Esto ocurrió una vez y otra y en una ocasión las
flechas cayeron entre los Isengardos. Uno de ellos, justo frente a Pippin, rodó por
el suelo y ya no se levantó.
Llegó la noche y los jinetes no habían vuelto a acercarse. Muchos orcos habían
caído, pero aún quedaban no menos de doscientos. Ya oscurecía cuando los orcos
llegaron a una loma. Los lindes del bosque estaban muy cerca, quizás a no más
de doscientos metros, pero tuvieron que detenerse. Los jinetes los habían
cercado. Un grupo pequeño desoyó las órdenes de Uglúk y corrió hacia el
bosque: sólo tres volvieron.
—Bueno, aquí estamos —se burló Grishnákh—. ¡Excelente conducción!
Espero que el gran Uglúk vuelva a guiarnos alguna otra vez.
—¡Bajen a los medianos! —ordenó Uglúk, sin prestar atención a Grishnákh.
Tú, Lugdush, toma otros dos y vigílalos. No hay que matarlos, a menos que esos
inmundos Pálidos nos obliguen. ¿Entendéis? Mientras yo esté con vida quiero
conservarlos. Pero no hay que dejar que griten, ni que escapen. ¡Atadles las
piernas!