Page 636 - El Señor de los Anillos
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Retumbó con un sonido cavernoso.
        —¡Saruman, Saruman! —gritó con una voz potente, imperiosa—. ¡Saruman,
      sal!
        Durante un rato no hubo ninguna respuesta. Al cabo, se abrieron los postigos
      de la ventana que estaba sobre la puerta, pero nadie se asomó al vano oscuro.
        —¿Quién es? —dijo una voz—. ¿Qué deseas? Théoden se sobresaltó.
        —Conozco esa voz —dijo—, y maldigo el día en que la oí por primera vez.
        —Ve en busca de Saruman, ya que te has convertido en su lacayo. ¡Grima,
      Lengua de Serpiente! —dijo Gandalf—. ¡Y no nos hagas perder tiempo!
        La ventana volvió a cerrarse. Esperaron. De improviso otra voz habló, suave
      y melodiosa:  el  sonido  mismo  era ya  un  encantamiento.  Quienes escuchaban,
      incautos, aquella voz, rara vez eran capaces de repetir las palabras que habían
      oído; y si lograban repetirlas, quedaban atónitos, pues parecían de poco poder.
      Sólo  recordaban,  las  más  de  las  veces,  que  escuchar  la  voz  era  un  verdadero
      deleite,  que  todo  cuanto  decía  parecía  sabio  y  razonable,  y  les  despertaba,  en
      instantánea simpatía, el deseo de parecer sabios también ellos. Si otro tomaba la
      palabra,  parecía,  por  contraste,  torpe  y  grosero;  y  si  contradecía  a  la  voz,  los
      corazones de los que caían bajo el hechizo se encendían de cólera. Para algunos
      el sortilegio sólo persistía mientras la voz les hablaba a ellos y cuando se dirigía a
      algún otro, sonreían como si hubiesen descubierto los trucos de un prestidigitador
      mientras  los  demás  seguían  mirando  boquiabiertos.  A  muchos,  el  mero  sonido
      bastaba para cautivarlos; y en quienes sucumbían a la voz, el hechizo persistía
      aún en la distancia, y seguían oyéndola incesantemente, dulce y susurrante y a la
      vez persuasiva. Pero nadie, sin un esfuerzo de la voluntad y la inteligencia podía
      permanecer indiferente, resistirse a las súplicas y las órdenes de aquella voz.
        —¿Y bien? —preguntó ahora con dulzura—. ¿Por qué habéis venido a turbar
      mi reposo? ¿No me concederéis paz ni de noche ni de día?
        El tono era el de un corazón bondadoso, dolorido por injurias inmerecidas.
        Todos alzaron los ojos, asombrados, pues Saruman había aparecido sin hacer
      ningún ruido; y entonces vieron allí, asomada al balcón, la figura de un anciano
      que  los  miraba:  estaba  envuelto  en  una  amplia  capa  de  un  color  que  nadie
      hubiera podido describir, pues cambiaba según donde se posaran los ojos y con
      cada movimiento del viejo. Aquel rostro alargado, de frente alta, y ojos oscuros,
      profundos, insondables, los contemplaba ahora con expresión grave y benévola, a
      la vez que un poco fatigada. Los cabellos eran blancos, lo mismo que la barba,
      pero algunas hebras negras se veían aún alrededor de las orejas y los labios.
        —Parecido y a la vez diferente —murmuró Gimli.
        —Veamos —dijo la dulce voz—. A dos de vosotros os conozco, por lo menos
      de nombre. A Gandalf lo conozco demasiado bien para abrigar alguna esperanza
      de que haya venido aquí en busca de ayuda o consejo. Pero a ti, Théoden, Señor
      de la Marca de Rohan, a ti te reconozco por las insignias de tu nobleza, pero más
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