Page 640 - El Señor de los Anillos
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aquejan al mundo. ¡Lleguemos a un acuerdo entre nosotros y olvidemos para
      siempre a esta gente inferior! ¡Que ellos acaten nuestras decisiones! Por el bien
      común  estoy  dispuesto  a  renegar  del  pasado  y  a  recibirte.  ¿No  quieres  que
      deliberemos? ¿No quieres subir?
        Tan grande fue el poder de la voz de Saruman en este último esfuerzo que
      ninguno de los que escuchaban permaneció impasible. Pero esta vez el sortilegio
      era de una naturaleza muy diferente. Estaban oyendo el tierno reproche de un
      rey bondadoso a un ministro equivocado aunque muy querido. Pero se sentían
      excluidos, como si escucharan detrás de una puerta palabras que no les estaban
      destinadas:  niños  malcriados  o  sirvientes  estúpidos  que  oían  a  hurtadillas  las
      conversaciones ininteligibles de los mayores, y se preguntaban inquietos de qué
      modo podrían afectarlos. Los dos interlocutores estaban hechos de una materia
      más noble: eran venerables y sabios. Una alianza entre ellos parecía inevitable.
      Gandalf subiría a la torre, a discutir en las altas estancias de Orthanc problemas
      profundos, incomprensibles para ellos. Las puertas se cerrarían y ellos quedarían
      fuera, esperando a que vinieran a imponerles una tarea o un castigo. Hasta en la
      mente de Théoden apareció el pensamiento, como la sombra de una duda: « Nos
      traicionará, nos abandonará… y nada ya podrá salvarnos.»
        De  pronto  Gandalf  se  echó  a  reír.  Las  fantasías  se  disiparon  como  una
      nubécula de humo.
        —¡Saruman, Saruman! —dijo Gandalf sin dejar de reír—. Saruman, erraste
      tu oficio en la vida. Tenías que haber sido bufón de un rey y ganarte el pan, y
      también los magullones, imitando a sus consejeros. ¡Ah, pobre de mí! —Hizo una
      pausa  y  dejó  de  reír—.  ¿Un  entendimiento  entre  nosotros?  Temo  que  nunca
      llegues  a  entenderme.  Pero  yo  te  entiendo  a  ti,  Saruman,  y  demasiado  bien.
      Conservo de tus argucias y de tus actos un recuerdo mucho más claro de lo que
      tú imaginas. La última vez que te visité eras el carcelero de Mordor y allí ibas a
      enviarme. No, el visitante que escapó por el techo, lo pensará dos veces antes de
      volver a entrar por la puerta. No, no creo que suba. Pero escucha, Saruman, ¡por
      última vez! ¿Por qué no bajas tú? Isengard ha demostrado ser menos fuerte que
      en tus deseos y tu imaginación. Lo mismo puede ocurrir con otras cosas en las
      que aún confías. ¿No te convendría alejarte de aquí por algún tiempo? ¿Dedicarte
      a algo distinto, quizá? ¡Piénsalo bien, Saruman! ¿No quieres bajar?
        Una sombra pasó por el rostro de Saruman; en seguida se puso mortalmente
      pálido.  Antes  de  que  pudiese  ocultarlo,  todos  vieron  a  través  de  la  máscara  la
      angustia  de  una  mente  confusa,  a  quien  repugnaba  la  idea  de  quedarse,  y
      temerosa a la vez de abandonar aquel refugio. Titubeó un segundo apenas y todo
      el mundo contuvo el aliento. Luego Saruman habló, con una voz fría y estridente.
      El orgullo y el odio lo dominaban otra vez.
        —¿Si quiero bajar? —dijo, burlón—. ¿Acaso un hombre inerme baja a hablar
      puertas afuera con los ladrones? Te oigo perfectamente bien desde aquí. No soy
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