Page 744 - El Señor de los Anillos
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parpadean,  si  los  pies  tropiezan  en  el  camino.  Guiadlos  de  modo  que  no
      trastabillen.
        Los guardias vendaron entonces con bandas verdes los ojos de los hobbits y
      les bajaron las capuchas casi hasta la boca; en seguida, tomándolos rápidamente
      por  las  manos,  se  pusieron  otra  vez  en  marcha.  Todo  cuanto  Frodo  y  Sam
      supieron de esta última milla, fue lo que adivinaron haciendo conjeturas en la
      oscuridad.  Al  cabo  de  un  rato  tuvieron  la  impresión  de  ir  por  un  sendero  que
      descendía en rápida pendiente; muy pronto se volvió tan estrecho que avanzaron
      todos en fila, rozando a ambos lados un muro pedregoso; los guardias los guiaban
      desde atrás, con las manos firmemente apoyadas en los hombros de los hobbits.
      De  tanto  en  tanto,  cada  vez  que  llegaban  a  un  trecho  más  accidentado,  los
      levantaban,  para  volver  a  depositarlos  en  el  suelo  un  poco  más  adelante.
      Constantemente a la derecha oían el agua que corría sobre las piedras, ahora más
      cercana  y  rumorosa.  Al  cabo  de  un  tiempo  detuvieron  la  marcha.
      Inmediatamente Mablung y Damrod los hicieron girar sobre sí mismos, varias
      veces, y los hobbits se desorientaron del todo. Treparon un poco; hacía frío y el
      ruido del agua era ahora más débil. Luego, levantándolos otra vez, los hicieron
      bajar numerosos escalones y volver un recodo. De improviso oyeron de nuevo el
      agua, ahora sonora, impetuosa y saltarina. Tenían la impresión de estar rodeados
      de agua, y sentían que una finísima llovizna les rociaba las manos y las mejillas.
      Por fin los pusieron nuevamente en el suelo. Un momento permanecieron así,
      amedrentados, con vendas en los ojos, sin saber dónde estaban; y nadie hablaba
      alrededor.
        De pronto llegó la voz de Faramir, muy próxima, a espaldas de ellos.
        —¡Dejadles ver! —dijo.
        Les  quitaron  los  pañuelos  y  les  levantaron  las  capuchas,  y  los  hobbits
      pestañearon y se quedaron sin aliento.
        Se encontraban en un mojado pavimento de piedra pulida, el rellano, por así
      decir, de una puerta de roca toscamente tallada que se abría, negra, detrás de
      ellos. Enfrente caía una delgada cortina de agua, tan próxima que Frodo, con el
      brazo extendido, hubiera podido tocarla. Miraba al oeste. Del otro lado del velo se
      refractaban los rayos horizontales del sol poniente, y la luz purpúrea se quebraba
      en  llamaradas  de  colores  siempre  cambiantes.  Les  parecía  estar  junto  a  la
      ventana de una extraña torre élfica, velada por una cortina recamada con hilos
      de plata y de oro, y de rubíes, zafiros y amatistas, todo en un fuego que nunca se
      consumía.
      —Al menos hemos tenido la suerte de llegar a la mejor hora para recompensar
      vuestra paciencia —dijo Faramir—. Esta es la Ventana del Sol Poniente, Henneth
      Annün,  la  más  hermosa  de  todas  las  cascadas  de  Ithilien,  tierra  de  muchos
      manantiales.  Pocos  son  los  extranjeros  que  la  han  contemplado.  Mas  no  hay
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