Page 745 - El Señor de los Anillos
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dentro una cámara real digna de tanta belleza. ¡Entrad ahora y ved!
        Mientras Faramir hablaba, el sol desapareció en el horizonte y el fuego se
      extinguió en el móvil dosel de agua. Dieron media vuelta, traspusieron el umbral
      bajo la arcada baja y amenazadora, y se encontraron de súbito en un recinto de
      piedra, vasto y tosco, bajo un techo abovedado. Algunas antorchas proyectaban
      una luz mortecina sobre las paredes relucientes. Ya había allí un gran número de
      hombres.  Otros  seguían  entrando  en  grupos  de  dos  y  de  tres  por  una  puerta
      lateral, oscura y estrecha. A medida que se habituaban a la penumbra, los hobbits
      notaron que la caverna era más grande de lo que habían imaginado, y que había
      allí grandes reservas de armamentos y vituallas.
        —Bien, he aquí nuestro refugio —dijo Faramir—. No es un lugar demasiado
      confortable,  pero  os  permitirá  pasar  la  noche  en  paz.  Al  menos  está  seco,  y
      aunque  no  hay  fuego,  tenemos  comida.  En  tiempos  remotos  el  agua  corría  a
      través de esta gruta y se derramaba por la arcada, pero los obreros de antaño
      desviaron la corriente más arriba del paso, y el río desciende ahora desde las
      rocas en una cascada dos veces más alta. Todas las vías de acceso a esta gruta
      fueron clausuradas entonces, para impedir la penetración del agua y de cualquier
      otra cosa; todas salvo una. Ahora hay sólo dos salidas: aquel pasaje por el que
      entrasteis con los ojos vendados, y el de la Cortina de la Ventana, que da a una
      cuenca  profunda  sembrada  de  cuchillos  de  piedra.  Y  ahora  descansad  unos
      minutos, mientras preparamos la cena.
        Los hobbits fueron conducidos a un rincón, donde les dieron un lecho para que
      se  echaran  a  descansar,  si  así  lo  deseaban.  Mientras  tanto  los  hombres  iban  y
      venían atareados por la caverna, silenciosos, y con una presteza metódica. Tablas
      livianas fueron retiradas de las paredes, dispuestas sobre caballetes y cargadas de
      utensilios.  Estos  eran  en  su  mayor  parte  simples  y  sin  adornos,  pero  todos  de
      noble y armoniosa factura: escudillas redondas, tazones y fuentes de terracota
      esmaltada o de madera de boj torneada, lisos y pulcros. Aquí y allá había una
      salsera o un cuenco de bronce pulido; y un copón de plata sin adornos junto al
      sitio del Capitán, en la mesa del centro.
        Faramir iba y venía entre los hombres, interrogando a cada uno en voz baja,
      a medida que llegaban. Algunos volvían de perseguir a los Sureños; otros, los que
      habían  quedado  como  centinelas  y  exploradores  cerca  del  camino,  fueron  los
      últimos en aparecer. Se conocía la suerte que habían corrido todos los sureños,
      excepto el gran mümak: qué había sido de él nadie pudo decirlo. Del enemigo, no
      se veía movimiento alguno; no había en los alrededores ni un solo espía orco.
        —¿No viste ni oíste nada, Anborn? —le preguntó Faramir al último en llegar.
        —Bueno, no, señor —dijo el hombre—. Por lo menos ningún orco. Pero vi, o
      me pareció ver, una cosa un poco extraña. Caía la noche, y a esa hora las cosas
      parecen a veces más grandes de lo que son. Así que tal vez no fuera nada más
      que una ardilla. —Al oír esto Sam aguzó el oído—. Pero entonces era una ardilla
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