Page 990 - El Señor de los Anillos
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Al final del segundo día de marcha desde la Encrucijada tuvieron por primera
      vez la oportunidad de una batalla: una poderosa hueste de orcos y hombres del
      Este intentó hacer caer en una emboscada a las primeras compañías; el paraje
      era  el  mismo  en  que  Faramir  había  acechado  a  los  hombres  de  Harad,  y  el
      camino atravesaba una estribación de las montañas orientales y penetraba en una
      garganta estrecha. Pero los Capitanes del Oeste, oportunamente prevenidos por
      los batidores —un grupo de hombres avezados bajo la conducción de Mablung—
      los  hicieron  caer  en  su  propia  trampa:  desplegando  la  caballería  en  un
      movimiento envolvente hacia el oeste, los sorprendieron por el flanco y por la
      retaguardia, destruyéndolos, u obligándolos a huir a las montañas.
        Sin embargo, la victoria no fue suficiente para reconfortar a los Capitanes.
        —No es más que una treta —dijo Aragorn—. Lo que se proponían, sospecho,
      no era causarnos grandes daños, no por ahora, sino darnos una falsa impresión de
      debilidad, e inducirnos a seguir adelante.
        Y esa noche volvieron los Nazgûl, y a partir de entonces vigilaron cada uno
      de los movimientos del ejército. Volaban siempre a gran altura, invisibles a los
      ojos  de  todos  excepto  los  de  Legolas,  pero  una  sombra  más  profunda,  un
      oscurecimiento del sol los delataba. Y si bien no se abatían sobre sus enemigos, y
      se limitaban a acecharlos en silencio, sin un solo grito, un miedo invencible los
      dominaba a todos.
      Así transcurría el tiempo y con él el viaje sin esperanzas. En el cuarto día de
      marcha  desde  la  Encrucijada  y  el  sexto  desde  Minas  Tirith  llegaron  a  los
      confines  de  las  tierras  fértiles  y  comenzaron  a  internarse  en  los  páramos  que
      precedían a las puertas del Morannon en el Paso de Cirith Gorgor; y divisaron los
      pantanos, y el desierto que se extendía al norte y al oeste hasta los Emyn Muil.
      Era tal la desolación de aquellos parajes, tan profundo el horror, que una parte
      del ejército se detuvo amilanada, incapaz de continuar avanzando hacia el norte,
      ni a pie ni a caballo.
        Aragorn los miró, no con cólera sino con piedad: porque todos eran hombres
      jóvenes de Rohan, del Lejano Folde Oeste, o labriegos venidos desde Lossarnach,
      para quienes Mordor había sido desde la infancia un nombre maléfico, y a la vez
      irreal, una leyenda que no tenía relación con la sencilla vida campesina; y ahora
      se  veían  a  sí  mismos  como  imágenes  de  una  pesadilla  hecha  realidad,  y  no
      comprendían  esta  guerra  ni  por  qué  el  destino  los  había  puesto  en  semejante
      trance.
        —¡Volved!  —les  dijo  Aragorn—.  Pero  tened  al  menos  un  mínimo  de
      dignidad, y no huyáis. Y hay una misión que podríais cumplir para atenuar en
      parte vuestra vergüenza. Id por el sudoeste hasta Cair Andros, y si aún está en
      manos del enemigo, como lo sospecho, reconquistadla, si podéis, y resistid allí
      hasta el final, en defensa de Gondor y de Rohan.
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