Page 993 - El Señor de los Anillos
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Sauron; y era más cruel que el más cruel de los orcos.
        Este era pues el personaje que ahora avanzaba hacia ellos, con una pequeña
      compañía  de  soldados  de  armadura  negra,  y  enarbolando  un  único  estandarte
      negro, pero con el Ojo Maléfico pintado en rojo. Deteniéndose a pocos pasos de
      los Capitanes del Oeste, los miró de arriba abajo y se echó a reír.
        —¿Hay  en  esta  pandilla  alguien  con  autoridad  para  tratar  conmigo?  —
      preguntó—. ¿O en verdad con seso suficiente como para comprenderme? ¡No tú,
      por cierto! —se burló, volviéndose a Aragorn con una mueca de desdén—. Para
      hacer un rey, no basta con un trozo de vidrio élfico y una chusma semejante. ¡Si
      hasta un bandolero de las montañas puede reunir un séquito como el tuyo!
        Aragorn  no  respondió,  pero  clavó  en  el  otro  la  mirada,  y  la  sostuvo,  y  así
      lucharon un momento, ojo contra ojo; pero pronto, sin que Aragorn se hubiera
      movido, ni llevara la mano a la espada, el otro retrocedió acobardado, como bajo
      la amenaza de un golpe.
        —¡Soy un heraldo y un embajador, y nadie puede atacarme! —gritó.
        —Donde mandan esas leyes —dijo Gandalf—, también es costumbre que los
      embajadores sean  menos  insolentes.  Nadie te  ha  amenazado.  Nada  tienes que
      temer  de  nosotros,  hasta  que  hayas  cumplido  tu  misión.  Pero  si  tu  amo  no  ha
      aprendido  nada  nuevo,  correrás  entonces  un  gran  peligro,  tú  y  todos  los  otros
      servidores.
        —¡Ah!  —dijo  el  emisario—.  De  modo  que  tú  eres  el  portavoz,  ¿viejo
      barbagrís?  ¿No  hemos  oído  hablar  de  ti  de  tanto  en  tanto,  y  de  tus  andanzas,
      siempre tramando intrigas y maldades a una distancia segura? Pero esta vez has
      metido  demasiado  la  nariz,  maese  Gandalf;  y  ya  verás  qué  le  espera  a  quien
      echa  unas  redes  insensatas  a  los  pies  de  Sauron  el  Grande.  Traigo  conmigo
      testimonios que me han encomendado mostrarte, a ti en particular, si te atrevías a
      venir  aquí.  —Hizo  una  señal,  y  un  guardia  se  adelantó  llevando  un  paquete
      envuelto en lienzos negros. El emisario apartó los lienzos, y allí, ante el asombro
      y  la  consternación  de  todos  los  Capitanes,  levantó  primero  la  espada  corta  de
      Sam, luego una capa gris con un broche élfico, y por último la cota de malla de
      mithril que Frodo vestía bajo las ropas andrajosas. Una negrura repentina cegó a
      todos, y en un momento de silencio pensaron que el mundo se había detenido;
      pero tenían los corazones muertos y habían perdido la última esperanza. Pippin,
      que estaba detrás del Príncipe Imrahil, se precipitó hacia adelante ahogando un
      grito de dolor.
        —¡Silencio!  —le  dijo  Gandalf  con  severidad,  mientras  lo  empujaba  hacia
      atrás; pero el emisario estalló en una carcajada.
        —¡Así que tenéis con vosotros a otro de esos trasgos! —gritó—. Qué utilidad
      les encontráis, no lo sé. Pero enviarlos a Mordor como espías, sobrepasa vuestra
      inveterada  imbecilidad.  Sin  embargo,  tengo  que  darle  las  gracias,  pues  es
      evidente  que  ese  alfeñique  ha  reconocido  los  objetos,  y  ahora  sería  inútil  que
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