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                                  A la edad de quince años, había aprendido ya el silencio.

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           Mientras  luchaba  con  los  controles  del  tóptero,  Paul  se  dio  cuenta  de  que  estaban
           escapando de las entrecruzadas fuerzas de la tormenta. Su percepción superior a la de
           un Mentat le permitía calcular instantáneamente sobre las bases de los indicios más

           pequeños:  las  murallas  de  polvo,  las  depresiones,  las  corrientes  de  turbulencia,  un
           ocasional vórtice.
               El  interior  de  la  cabina  era  una  caja  sacudida  furiosamente  bajo  la  verdosa

           claridad  de  los  diales.  Afuera,  el  polvo  era  una  pantalla  continua,  densa,  de  color
           ocre, pero sus sentidos internos empezaron a ver a través de aquella cortina.
               Debo encontrar el vórtice adecuado, pensó.

               Desde hacía rato había sentido que la violencia de la tormenta disminuía, aunque
           siguiera sacudiéndolos ferozmente. Esperó otra turbulencia.
               El torbellino apareció, agitando frenéticamente el aparato como una gigantesca

           ola. Paul desafió el miedo e inclinó el tóptero hacia la izquierda.
               Jessica vio la maniobra en la esfera de altitud.
               —¡Paul! —exclamó.

               El vórtice se apoderó de ellos, girando, empujándoles. El tóptero fue como una
           nave en un géiser, saltando arriba y abajo… una mota alada en una inmensa nube de
           polvo ululante iluminada por la luz de la segunda luna.

               Paul miró hacia abajo, y vio la columna ascendente de viento cálido saturado de
           polvo que los había engullido y después regurgitado, vio la moribunda tormenta que
           proseguía su curso, como un río seco en el desierto… un rastro gris bajo el reflejo

           lunar que se iba haciendo cada vez más pequeño mientras ellos subían hacia lo alto.
               —Hemos salido —jadeó Jessica.

               Paul  hizo  girar  su  aparato  fuera  del  polvo,  acelerando  bruscamente  mientras
           escrutaba el cielo nocturno.
               —Les hemos burlado —dijo.
               Jessica sintió los acelerados latidos de su corazón. Se obligó a calmarse, mirando

           la  tormenta  que  se  perdía  a  lo  lejos.  Su  sentido  del  tiempo  le  decía  que  habían
           cabalgado  en  aquella  ciega  furia  de  fuerzas  elementales  durante  casi  cuatro  horas,

           pero  parte  de  su  mente  calculaba  que  había  sido  toda  una  vida.  Le  pareció  que
           volvían a nacer.
               Ha  sido  como  la  letanía,  pensó.  La  afrontamos  sin  ofrecer  resistencia,  y  la
           tormenta ha pasado a través de nosotros, en torno a nosotros. Ha desaparecido, y

           nosotros hemos quedado.



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