Page 57 - Dune
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belleza. Su rostro era ovalado bajo la cascada de sus cabellos color bronce. Sus ojos,
           algo distantes, eran verdes y claros como el cielo de Caladan por la mañana. Su nariz
           era pequeña, su boca grande y generosa. Su figura era agraciada pero discreta: alta,

           delgada y de pocas pero bien formadas curvas.
               Recordó  que  las  hermanas  de  la  escuela  la  llamaban  flaca,  así  al  menos  se  lo
           habían comunicado sus emisarios. Pero era una descripción demasiado simplificada.

           Jessica había aportado a la línea de los Atreides un rasgo de regia belleza. Se sentía
           feliz de que Paul se hubiera visto favorecido por ello.
               —¿Dónde está Paul? —preguntó.

               En algún lugar de la casa, tomando sus lecciones con Yueh. Probablemente en el
           ala sur —dijo él—. Creo haber oído incluso la voz de Yueh, pero no he tenido tiempo
           de mirar. —Observó a Jessica, dudando—. He venido aquí tan sólo para colgar la

           llave de Castel Caladan en este salón.
               Ella  retuvo  el  aliento…  era  un  acto  definitivo  de  renuncia.  Pero  no  era  ni  el

           momento ni el lugar de buscar consuelo.
               —He visto nuestro estandarte sobre la casa, cuando hemos llegado —dijo ella.
               Él miró hacia el retrato de su padre.
               —¿Dónde tienes intención de colocarlo?

               —En alguna de estas paredes.
               —No.  —La  palabra  era  clara  y  definitiva,  cortando  cualquier  intento  de

           persuasión. Pero de todos modos debía intentarlo, aunque sólo sirviera para confirmar
           que no siempre podría convencerle con astucias femeninas.
               —Mi señor —dijo—, si tan sólo…
               —Mi respuesta sigue siendo no. Me confieso culpable de una indulgencia hacia ti

           por gran cantidad de cosas, pero no por esta. Acabo de pasar precisamente por el
           comedor y he observado que hay…

               —¡Mi señor! Os lo ruego.
               —La elección es entre tu digestión y mi ancestral dignidad, querida —dijo—. Lo
           colgaremos en el comedor.
               Suspiró.

               —Sí, mi señor.
               —Tan pronto como sea posible podrás volver a comer como de costumbre en tus

           habitaciones. Exigiré que ocupes tu puesto únicamente en las ocasiones oficiales.
               —Gracias, mi señor.
               —¡Y no seas tan fría y formal conmigo! Dame las gracias por no haberme casado

           nunca contigo, querida. De otro modo, tu deber hubiera sido estar a mi lado en la
           mesa a cada comida.
               Ella asintió, impasible.

               —Hawat ha instalado ya tu detector de venenos en la mesa —dijo—. Pero tienes




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