Page 66 - Dune
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                                  «¡Yueh! ¡Yueh! ¡Yueh!», dice el refrán. «¡Un millón de muertes no serían bastantes para
                                  Yueh!».

                                                      De Historia de Muad’Dib para niños, por la PRINCESA IRULAN



           La  puerta  estaba  entrecerrada,  y  Jessica  la  abrió,  penetrando  en  una  estancia  de

           paredes amarillas. A su izquierda había un diván bajo de piel negra y dos librerías
           vacías; una calabaza para agua pendía, vacía y con sus abombados lados llenos de
           polvo. A su derecha, flanqueando otra puerta, otras dos librerías vacías, un escritorio

           traído de Caladan y tres sillas. Junto a la ventana, directamente frente a ella, el doctor
           Yueh, dándole la espalda, parecía concentrar su atención en el mundo exterior.
               Jessica dio otro silencioso paso dentro de la habitación.

               Observó que la chaqueta del doctor estaba arrugada, y que tenía marcas blancas a
           la altura de su codo izquierdo, como si se hubiera apoyado contra tiza. Visto así, de
           espaldas,  parecía  un  esqueleto  desprovisto  de  carne,  envuelto  en  ropas  negras

           demasiado  amplias,  una  marioneta  esperando  moverse  bajo  las  órdenes  de  un
           invisible  marionetista.  Sólo  la  cabeza  parecía  viva,  con  los  largos  cabellos  color
           ébano, sujetos por el anillo de plata de la Escuela Suk, cayéndole sobre los hombros y

           agitándose ligeramente cuando se inclinaba para seguir mejor algún movimiento del
           exterior.
               Jessica miró nuevamente la estancia sin ver ninguna señal de su hijo, pero sabía

           que la puerta cerrada de la derecha conducía a otra estancia más pequeña por la cual
           Paul había mostrado su preferencia.

               —Buenas tardes, doctor Yueh —dijo—. ¿Dónde está Paul?
               El hombre inclinó la cabeza como respondiendo a alguien allá afuera, y contestó
           con voz ausente, sin volverse:
               —Vuestro  hijo  estaba  cansado,  Jessica.  Le  he  enviado  a  la  otra  estancia,  a

           descansar.
               Se irguió bruscamente y se volvió, con el bigote cayendo sobre sus empurpurados

           labios.
               —¡Perdonadme, mi Dama! Mis pensamientos estaban lejos de aquí… yo… no
           pretendía hablaros de modo tan familiar.
               Ella sonrió, levantando su mano derecha. Por un instante temió que el hombre se

           arrodillase.
               —Wellington, por favor.

               —Usar vuestro nombre así… yo…
               —Hace  seis  años  que  nos  conocemos  —dijo  Jessica—.  Tendríamos  que  haber
           roto las formalidades hace ya mucho… al menos en privado.




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