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AUTOR                                                                                               Libro
                     —Creí que éramos amigos.
                     —Lo éramos.
                     Había un leve énfasis en el tiempo pasado.
                     —Pero tú ya no necesitas a ningún otro amigo —espeté con acritud—. Tienes a
               Sam. Hay algo que no va bien... Siempre le habías tenido ojeriza.
                     —Antes no le comprendía.
                     —Y ahora has visto la luz, ¿no? ¡Aleluya!
                     —Bella, no tiene nada que ver con lo que yo creía. Tampoco es culpa de Sam, ya
               que él me ayuda todo lo que puede —la voz se le crispó y miró por encima de mi
               cabeza, a lo lejos, mientras la ira ardía en sus ojos.
                     —Te ayuda... —repetí con recelo—. Naturalmente.
                     Pero Jacob no parecía estar escuchándome. Respiraba hondo con deliberada
               lentitud   en   un   intento   de   calmarse.   Estaba   tan   fuera   de   sí   que   las   manos   le
               temblaban.
                     —Jacob, por favor —le susurré—. ¿No vas a decirme qué ocurre? Tal vez pueda
               ayudarte.
                     —Ahora,   nadie   puede   ayudarme   —sus   palabras   fueron   un   susurro
               quejumbroso. La voz se le quebró.
                     —¿Qué te ha hecho? —inquirí con los ojos anegados en lágrimas. Le tendí las
               manos, como ya había hecho antes en una ocasión, mientras avanzaba con los brazos
               abiertos.
                     Esta vez se encogió y se alejó mientras alzaba las manos a la defensiva.
                     —No me toques —murmuró.

                     —¿Nos oye Sam? —pregunté entre dientes. Unas tontas lágrimas se habían
               desbordado por las comisuras de mis ojos. Me las enjugué con el dorso de la mano y
               crucé los brazos delante del pecho.
                     —Deja de echarle las culpas a Sam.
                     Las palabras salieron a toda prisa, como un reflejo. Se llevó las manos a la
               cabeza para enredarse en una cabellera que ya no estaba allí, por lo que acabaron
               colgando sin fuerzas a los costados.
                     —Entonces, ¿a quién debería culpar? —repliqué.
                     Esbozó una media sonrisa, funesta y esquinada.
                     —No quieres oírlo.
                     —¡Y un cuerno! —contesté bruscamente—. Quiero saberlo, y quiero saberlo
               ahora.
                     —Te equivocas —me replicó.
                     —No te atrevas a decirme que me equivoco. ¡No es a mí a quien le han lavado el
               cerebro! Dime ahora de quién es la culpa de todo esto si no es de tu querido Sam.
                     —Tú lo has querido —me gruñó con ojos centelleantes—. Si quieres culpar a
               alguien, ¿por qué no señalas a esos mugrientos y hediondos chupasangres a los que
               tanto quieres?
                     Me quedé boquiabierta y el aliento me salió de los pulmones ruidosamente. Allí
               clavada, me sentí traspasada por el doble sentido de sus palabras. El dolor me




                                                                                                   - 158 -
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