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LOS CELOS DE ORIANA
yo fuese partido, ni agora lo seré por ninguna co-
sa ; e si vos morierdes, yo no quiero vivir ; que des-
pués de la vuestra muerte nunca Dios me dé honra
ni señorío.
—Cállate, por Dios —dijo Amadís— ; no digas
tal locura ni me fagas pesar, pues lo nunca feciste,
e cúmplase lo que yo quiero.
Despidióse entonces de todos, abrazándoles y di-
ciéndoles
—A Dios vos encomiendo; que nunca pienso de
jamás os ver.
E defendiéndoles que en ninguna manera fuesen
en pos del, puso las espuelas a su caballo sin se le
acordar de tomar el yelmo ni escudo ni lanza, e
metióse muy presto por la espesa montaña, no a
otra parte sino adonde el caballo lo quería llevar,
e así anduvo hasta más de la media noche sin sen-
tido ninguno, hasta que el caballo topó en un arro-
yuelo de agua que de una fuente salía, e con la
sed se fué por él arriba hasta que llegó a beber en
ella; e dando las ramas de los árboles a Amadís en
el rostro, recordó en su sentido, e miró a una e
otra parte, mas no vio sino espesas matas, e hobo
gran placer, creyendo que muy apartado y escon-
dido estaba; e tanto que su caballo bebió apeóse
del, e atándole a un árbol, se asentó en la yerba
verde para facer su duelo; mas tanto había llo-
rado, que la cabeza tenía desvanecida; así que se
adormeció. i ¡
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