Page 29 - En el corazón del bosque
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—¿Doce o quince comidas al día? —repitió Noah, sorprendido—. Le aseguro
      que yo nunca he…
        —De todos modos, aunque hay mucha gente que cuenta historias sobre esta
      tienda —lo interrumpió el viejo—, te aseguro que nadie ha puesto nunca un pie
      en ella.
        —¿De verdad?
        —Bueno, hasta ahora, quiero decir —rectificó el anciano con una sonrisa—.
      Tú  eres  el  primero.  Quizá  hay  una  razón  para  que  te  mandaran  aquí.  Por
      supuesto, mi padre murió hace muchos años, así que nunca vio lo alto y fuerte
      que se ha vuelto el árbol. —Su semblante se ensombreció y apartó la mirada,
      momentáneamente alterado, como embargado por un desgraciado recuerdo.
        —Mi padre es leñador —explicó Noah—. Se gana la vida talando árboles.
        —Vaya por Dios. ¿No le gustan, pues?
        —Creo que le gustan mucho. Pero la gente necesita madera, ¿no? De otro
      modo no habría casas en que vivir o sillas en que sentarse o… o… —Trató de
      encontrar más cosas hechas de madera. Al mirar alrededor, esbozó una sonrisa y
      añadió—: ¡O marionetas! No habría marionetas.
        —Eso es muy cierto —admitió el anciano asintiendo despacio con la cabeza.
        —Y por cada árbol que tala, planta diez —comentó Noah—, de manera que
      en realidad lo que hace es bueno.
        —Entonces, quizá algún día, cuando seas tan viejo como yo, podrás caminar
      entre ellos y recordar a tu padre de la misma forma que yo recuerdo al mío.
        Noah asintió, pero frunció un poco el entrecejo; no le gustaba pensar en esa
      clase de cosas.
        —Pero aún no me he presentado —dijo el anciano unos instantes después, y
      le tendió la mano al tiempo que pronunciaba su nombre.
        —Noah Barleywater —respondió el niño.
        —Es un placer conocerte, Noah Barleywater —repuso el viejo sonriendo un
      poco.
        El  niño  abrió  la  boca  para  corresponderle,  pero  volvió  a  cerrarla,  pues  en
      torno a su cabeza volaba una mosca de madera y temió que se le colara en la
      garganta. Así pues, permaneció en silencio, pero al final, tras mirar tanto rato al
      viejo  que  le  pareció  que  oía  crecer  su  propio  cabello,  rebuscó  en  la  mente  y
      encontró su siguiente pregunta, oculta justo encima de la oreja izquierda.
        —¿Qué  está  haciendo?  —Y  señaló  el  trozo  de  madera  que  el  viejo  había
      seguido tallando mientras hablaba. Las astillas que caían al suelo eran recogidas
      por  un  cepillo  y  una  pala  que  se  movían  con  la  elegancia  de  una  pareja  de
      bailarines.
        —Parece  alguna  clase  de  conejo,  ¿no  crees?  —repuso  el  anciano
      sosteniéndolo  en  alto,  y  en  efecto  lo  parecía,  con  las  grandes  orejas  y  unos
      buenos bigotes de madera—. No era lo que pretendía hacer, pero aquí lo tienes
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