Page 49 - En el corazón del bosque
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—¡Qué  ambicioso!  —repuso  la  señora  Shields  sonriendo—.  Toby  Lovely,
      estoy segura de que tus padres son unos modelos de conducta maravillosos.
        —Así  es.  ¿Sabe  esos  toboganes  serpenteantes  que  cuando  sales  por  el  otro
      extremo caes en una piscina?
        —Sí.
        —Bueno, pues los inventó mi padre.
        —Fascinante —opinó la maestra—. ¿Y tu madre?
        —Ella inventó las piscinas. Fue así como se conocieron.
        —Claro. ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué te gustaría ser de mayor?
        —Atleta —contestó Toby—. Después de todo, soy el chico más rápido del
      colegio.  —Sonrió  con  aire  de  suficiencia  y  el  resto  de  la  clase  lo  aplaudió
      calurosamente.
        —Sí, desde luego que lo eres —dijo la señora Shields mirando alrededor—.
      Bueno, ¿ya está todo el mundo? ¿No me dejo a nadie?
        Todos  asintieron  con  la  cabeza  menos  yo,  algo  que  lamenté  de  inmediato,
      pues la maestra se dio cuenta y me señaló.
        —¿Y tú? —dijo—. ¿A qué se dedican tus padres?
        Tragué saliva al levantarme.
        —Mi  padre  fabrica  juguetes  —contesté—.  Sobre  todo  marionetas,  pero
      también otras cosas. Es muy hábil con las manos.
        —Estupendo.  Todo  el  mundo  necesita  juguetes.  Bueno,  al  menos  hasta
      cumplir los treinta. ¿Y tu madre? —Me sorprendió un poco que preguntara eso y
      agaché  la  cabeza—.  Oh,  por  supuesto  —añadió—.  Lo  siento.  Se  me  había
      olvidado. No tienes madre, ¿no?
        —No, señorita —repuse.
        —¿Murió?
        —No, señorita.
        —¿Se fue de casa?
        —No, señorita —respondí.
        Pareció sorprendida y frunció el entrecejo.
        —Bueno, ¿dónde está, pues? No puede haberse desvanecido en el aire, ¿no?
        —Nunca he tenido madre —anuncié.
        —¿Qué nunca has tenido madre? —exclamó Toby volviéndose para mirarme
      con cara de asombro—. En mi vida había oído nada tan ridículo.
        —Entonces  es  que  no  te  has  oído  cantar  —espeté,  atónito  ante  mi  propia
      valentía al plantarle cara; se quedó sin habla y se limitó a mirarme y hervir de
      indignación.
        Supe que la cosa no acabaría ahí, y en efecto, unas horas después en el patio,
      se acercó para propinarme una colleja como recompensa por mi insolencia.
        —¿Cómo puede ser que alguien nunca haya tenido madre? —quiso saber—.
      No me dirás que te tallaron en madera o algo así.
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